jueves, 11 de junio de 2009

La prueba de Sandy













Una vez me contó mi amiga Sandy que fue a ver Life acuatic de Wes Anderson con su compañero sentimental, una amiga y el nuevo novio de su amiga. Al salir, la reciente pareja de su amiga impregnó algunas palabras con su aliento a palomitas. Parece ser que dijo que la película del de Texas le había parecido un chascarrillo, una chanza, una tomadura de pelo. Mi amiga entonces no dijo nada, se limitó a apurar el refresco carbonatado y bajo en calorías de su vaso de cartón. Pero tiempo después me vaticinó que aquella pareja iba a durar lo mismo que una tormenta de agosto.
Y entiendo su pronóstico. Porque tuvo en consideración a su amiga y porque diagnosticó en aquel tipo algo más que una evidente carencia en su sentido del humor: su insensibilidad. Y es que Wesley Wales Anderson hace películas que ayudan al espectador a ser mejor persona. Cualquier discurso narrativo que tenga como objetivo hacer humanos más sensibles debería de reconocerse. Y más si esas cintas están bien contadas, son divertidas, tristes, creativas, están llenas de color y de buena música. Eso, convendrán conmigo, no es fácil encontrarlo.
Nuestro amigo Wes es un tipo peculiar al que le gusta el cine. En él vierte su universo particular protagonizado por perdedores entrañables que buscan su lugar en el mundo, es decir, cuenta la vida de la mayoría de nosotros. Por eso resulta tan accesible. Aborda las relaciones entre semejantes y consigue que a los personajes que han nacido de la tinta negra de su bolígrafo les crezca el pelo o les fluya la sangre roja por las venas azules. Porque les conocemos su condición imperfecta, les seguimos en su búsqueda y al final les sorprendemos en su catarsis, que si bien siempre se muestra agridulce, al menos, es real. Tras el The End de cada peli de Anderson uno tiene la impresión de tener nuevos colegas a los que poder invitar a un trago.
Sus películas tienen en común el optimismo macilento del tiempo contemporáneo: un coctel de comedia mezclado con austera melancolía. Sus guiones enseñan el sinsentido de la existencia, el costoso trabajo de buscar la felicidad, las informes relaciones humanas. Y para ello recurre a la raíz social en plena descomposición: el núcleo familiar, la amistad, la pareja. En sus historias también se percibe cierta indagación en lo femenino. Anderson rasca sin encontrar el delicioso misterio que esconden las mujeres. Todas sus féminas aparecen como más nos gustan: inteligentes, inalcanzables, ausentes, portadoras de un secreto que los hombres jamás comprenderemos.
Wes se rodea de sus amigos para hacer el trabajo y eso se nota. Los hermanos Wilson son un buen ejemplo. No sólo comparten sextetos de cerveza o le prestan sus ocurrencias para redactar los guiones, también le ponen cara a algunos de sus personajes. Y en sus películas sale Bill Murray, un tipo capaz de contar una historia con el arqueo de su ceja. Y también suele contratar a la inigualable Angelica Huston, cuya mirada negra puede tiznar el corazón más exigente.

En resumen, que recomendamos el trabajo del señor Anderson para pasar una bonita velada. Bottle Rocket, Los Tenenbaums, Academia Rushmore, Life acuatic, Hotel Chevalier o Viaje a Darjeeling deberían de venderse en farmacias. En serio. Hagan la prueba de mi amiga Sandy. Si sospechan que alguien no es de fiar siéntenle en un sillón y denle al play cuando ruede algo de Wes Anderson en el aparato reproductor. Por su reacción sabrán. Si es capaz de conmoverse es que es digno de engullir una ración de pizza a su lado. Si bosteza, va a calentar palomitas a la cocina en plena proyección o pregunta cuánto dura la película, pasen de él (o de ella). Está claro que es de cartón piedra.

William T. Coyote



martes, 23 de diciembre de 2008

La joven tenista


La joven tenista ejerce en elfarolero la misma seducción que los aventureros atezados que vuelven de los trópicos guardando un secreto extraño e incomprensible. La mira conmovido y sólo lee en ella una punta de iceberg en forma de diadema que esconde siete octavas partes de misterio y melancolía detrás de una piel pálida, casi cristalina. A veces acusa algún gesto de padecimiento, el estilo grave en sus ojos de avellana, una sonrisa tímida colgando de sus labios tumefactos…
Pero el hombre del farol sigue confuso, en su páramo roído por el sol, mirando pasar las palomas deslucidas, soñando con regalarle una piruleta de caramelo de fresa con forma de corazón

jueves, 11 de diciembre de 2008

El joven Tazio













Adelgazado por la tela oscura, el rostro fino y joven, recién afeitado, cuidadosamente rapado, el cuello italiano blanco y la estrecha corbata negra, con ese aire de Nazarín endomingado. Se apareció como era, es decir, muy guapo. Y comprendió entonces que la abuela amaba físicamente a su nieto, estaba enamorada de su gracia y de su fuerza, y que su debilidad por él era, después de todo, muy común. Esto contribuía a hacer el mundo soportable: se trataba de la debilidad ante la belleza.

El Farolero

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El negro os sienta tan bien

















Es un día claro de invierno. Una luz fría se recuesta sobre las tumbas del cementerio del Este. Entre la verticalidad de las lápidas medita un hombre: un periodista enfundado en un abrigo de paño negro con los cuellos volados. Tiene la expresión adusta y la cabeza encorvada. Sus manos largas están tostadas por el sol y sus gestos, suaves, transmiten sosiego.

Nació en Madrid, en el barrio de la universitaria, hace ya más de treinta años. Cree en el sol, en la obstinación y en el hombre. Es hijo de una artesana y un contable. Hasta ahora ha sido bien poca cosa: empleado de un agente marítimo, redactor en la sección de local de un diario en quiebra, trompetista de reemplazo. Acaba de recibir una noticia pésima: va a morir dentro de tres años. Por eso acude al camposanto a dejar caer allí su meditación:

“Para quien pierde su vida, nada hay donde aferrarse, y ningún lugar donde la melancolía pueda salvarse de sí misma”.

martes, 18 de noviembre de 2008

Gracias por fumar










Lo que más me gustaría ahora sería desaparecer. Escapar a otro lugar, mudar de recipiente, conquistar distintos amigos, nueva familia. Evaporarme de esta charca para que no puedan rastrear mis humedades en la caja de ahorros, ni en la agencia aseguradora, ni en la compañía distribuidora de luz. Aspiraría a rajar la ropa, dar de baja el correo electrónico, regalar los libros y hacer una hoguera con mis sillas Le Corbussier de piel de potro. Sería de valientes despuntar el bolígrafo, estrellar el utilitario contra el gimnasio y rasgar los inservibles títulos académicos. Dejar caer el televisor desde el balcón, pisar los cedés con las botas de montaña y sí, enviar a la papelera de reciclaje todas las copias de seguridad. Tendría su mérito. Bajaría de dos en dos las escaleras y saltaría el nombre del buzón con un destornillador. Con cada acción desanudaría un nudo de la trama de mi existencia y quedaría suelto, ligero, vacío de posibilidades… Me arrancaría mis virtudes como el que se arranca la piel a tiras.
He descubierto que la autodestrucción es una brillante forma de fracasar.



El Farolero

martes, 11 de noviembre de 2008

Los malos hábitos







Hoy voy a ser sincero. Siempre he tenido, sin grandes esfuerzos, éxito con las mujeres. No digo conseguir hacerlas felices, ni ser feliz gracias a ellas, me refiero al éxito sin más. Soy capaz de vender a cualquiera de mis padres por una aventura de diez minutos con una mujer bella aunque luego me pase diez años lamentándome amargamente. Naturalmente existen reglas. La mujer de un amigo es sagrada. En este caso hay que dejar, con toda sinceridad, de ser amigo del tipo algunos días antes. La sociedad me aburre extraordinariamente, las mujeres nunca. Con frecuencia me sustraigo del mundo si una mujer imponente pasa frente a mí.
Eso sí, esta afición por las mujeres termina creándome numerosos problemas.