martes, 28 de julio de 2009

Cartas desde París. Hoy, Faubourg e Invalides.

Hoy, domingo, por fin ha regresado el sol a iluminar la capital de Luz. París se tiñe del amarillo fluorescente del Tour de France, esa carrera cicloturista en la que siempre vence algún español bendecido con el sacrificio del pedaleo. Por ese motivo, el viajero huye del bullicio refulgente y decide guarecerse al sur, en un barrio forjado también con brillante pan de oro, selectas galerías de arte junto al río y seductores buenos modales.


Aunque el 7 arrondisment es un barrio aburrido de silentes calles, embajadas y edificios administrativos, hay que verlo con los ojos del debutante. Con esta mirada el quartier desprende un refinamiento parisino genuino, con la Torre Eiffel en el horizonte, la curva del Sena al acecho y el amplio y verde parterre de Les Invalides extendido como un mantel de picnic, donde apuesto una cerveza a que mañana lunes también será domingo.

El Hôtel des Invalides se construyó en 1670 por orden de Luís XIV para congraciarse con 4.000 veteranos de guerra mutilados en diversas contiendas. El lugar es importante. El 14 de julio de 1789 una muchedumbre enfervorizada arrasó la puerta de entrada y, tras una cruenta batalla, se armó con 32.000 fusiles antes de encaminarse a la prisión de la Bastille y estallar la revolución francesa, y por ende, la historia contemporánea.

Al sur del palacio, La eglise du Dôme, con su esplendente cúpula dorada, alberga los restos del bicornio Napoleón Bonaparte que, junto con el insigne Zinedine Zidane, es el principal ídolo local. El viajero no la ha visto en concreto (6 euros acceso), pero se ha enterado de que en el centro del edificio religioso se halla expuesta su sepultura con seis (ni más, ni menos) ataúdes encajados uno dentro de otro, como una matrioshka rusa.


El liviano calzado de verano del viajero abandona el Imperio para hacer dos paradas obligadas. La primera es el 38 de la rue de Vaneau, donde Carlos Marx y su esposa Jenny se alimentaron de olla podrida y patatas rancias. Marx inicia aquí mismo sus Manuscritos de 1844, satisfecho de que el socialismo utópico hubiera calado tan hondo entre el proletariado francés: “No hay nada mejor que una reunión con los trabajadores franceses para convencerse de su frescor ideológico. Los obreros ingleses hacen progresos, pero siempre les faltará el lado culto de los franceses”.

La segunda parada del viajero le lleva a la rue de la Bourgogne, donde halla la morada del rival de Marx por dominar la I Internacional, el ex-oficial de la guardia rusa, evadido de los campos siberianos, deslumbrante orador y anarquista, Mijaíl Bakunin. El ruso, cuando conoce a Marx, queda impresionado por su talla intelectual, pero también cree que es un vanidoso, un soberbio, un arrogante, en suma, un gilipollas. “La igualdad sin libertad conduce al despotismo de Estado”, como así se demostró.


Por último, el viajero regresa a pie hacia su habitación alquilada de Belleville. Atraviesa la Asamblée Nationale, el Ministerère des Affaires Étrangères, el extraordinario Museo d’Orsay y el Pont Alexandre III hasta que un gendarme con gorra circular, nariz ganchuda y polo azul celeste le da el alto. La serpiente multicolor se desliza por el Quai Anatole France como alma que lleva el diablo y hay que dejarla tranquila. Al viajero le da tiempo a ver la estela amarilla de Alberto Contador y piensa, en dudosa reflexión, que se cambiaría por el dorsal 1 de la carrera. No por la fama, ni por la plata, ni siquiera por las niñas que se arrimarán al campeón en la noche de gloria. Sólo lo haría por conocer la satisfacción que sentiría tras el deber bien cumplido.


Javier Rambert

jueves, 23 de julio de 2009

Cartas desde París. Hoy, Passy y la torre Eiffel.


Es posible que la torre Eiffel sea el símbolo de París de la misma manera que Di Stéfano es al Real Madrid o la herradura plateada es el distintivo propio de Texas. Pero lo que pocos conocen es que el “espárrago de metal”, como algunos parisinos lo llaman mordazmente, estuvo a punto de ser desmontado en 1909. Su construcción no satisfizo a la élite artística francesa y si se salvó fue sólo porque resultó ser una plataforma ideal para las antenas que requería la radiotelegrafía, amén de un gran negocio. El primer año de su nacimiento el invento de Gustave Eiffel ya recibió dos millones de visitantes. Hoy recibe cuatro veces ese número. Hasta ocho millones de cabecitas se asoman al año por debajo de los 324 metros que tiene la torre para contemplar, desde la dispendiosa atalaya (12,5 euros), donde los demás trabajan, se enamoran, beben o sueñan.


A esa misma altura, en la orilla derecha del Sena se levanta el barrio de Passy, en el 16 arrondisment, uno de los más burgueses y pomposos de la capital. Los amplios bulevares que rodean la place de Trocadero están diseñados en torno a aristocráticos edificios de la época del barón Haussmann. Este barrio poblado por hombres de pelo cano y deportivos es uno de los graneros de monsieur Sarkozy. El señor que preside la República y goza de las actuaciones exclusivas de Carla Bruni sacó en este distrito “sólo” un 81 por ciento de sus sufragios durante las últimas elecciones presidenciales.


Pero el viajero no se deja llevar por prejuicios mundanos y anda sus calles sabiendo que como la disidencia escasea tanto más necesaria es. Y pone rumbo a la rue Raynouard, concretamente a su número 47, donde Honoré de Balzac se atiborraba a café (torrentes de agua negra) para escribir su mar de palabras. El autor de La comedia humana escogió un hogar quieto y resguardado para esquivar a sus acreedores y currar a manos llenas: “Trabajo desde que me levanto a media noche. Escribo ocho horas, desayuno en un cuarto de hora, trabajo luego cinco horas, ceno, me acuesto y prosigo al día siguiente”.



Con sólo calcular el trabajo de Balzac el viajero se agota y decide hacer un alto en la Isla de los Cisnes. Escoge un banco soleado próximo a la estatua de la Libertad (donde se escondía Harrison Ford en la película Frenético) y ve, en la margen derecha del río, como dos patos salvajes sortean con habilidad la maison de Radio Francia, un peculiar edificio llamado también “le fromage”, por su forma y sus innumerables recovecos que lo asemejan a un gruyère. Si se pega el suficiente tiempo las orejas al inmueble todavía pueden oírse las emisiones de esperanza que los españoles escucharon clandestinamente en sus grises domicilios durante los opresivos años de la dictadura.
Finalmente, después de escalar la avenida JFK y dejar atrás la estatua de Benjamin Franklin serena bajo un castaño de indias, los Palais de Chaillot y de Tokio y los ciento dos museos que pueblan estas suntuosas avenidas (el de la moda, el de Arte Moderno, el del Arte asiático, el Baccarat, el Drapper, el del vino, el del fumador…), uno llega a la place de Alma-Marceau, donde se topa con la Llama de la Libertad. En uno de los pilares de hormigón que sostiene el paso subterráneo que hay bajo ella se incrustó el automóvil en el que viajaban el multimillonario Dodi Fayed y Diana de Gales, la noche del 31 de agosto de 1997, mientras huían de los paparazzis. También murió en aquella asfixiante noche, aunque con mucho menos eco, el conductor del coche, un tal Henri Paul. Que en paz descanse.

Javier Rambert

miércoles, 15 de julio de 2009

Cartas desde París. Hoy, el barrio Latino.



El barrio Latino es el centro parisino de enseñanza superior desde la Edad Media. Se localiza fácilmente, ya que se encuentra cerca del kilómetro cero de Francia (Notre Dame) y cuenta con el célebre Pantheon, un mausoleo laico consagrado a Santa Genoveva del que se echó a dios padre para traer a 80 héroes de la patria. Las tripas de sus criptas están ocupadas por ilustres como Víctor Hugo, Voltaire, Rousseau, Jean Moulin o Marie Curie, entre otros. No se le conoce como el barrio Latino porque hiciera Enrique Iglesias playback en él, o porque Chayanne hubiera contoneado aquí sus macizos cuádriceps. Se llama así porque estudiantes y profesores conversaban en latín.



Ahora, en verano, los jóvenes ya no acarrean carpetas ni forran libros de texto, sino que ocupan ociosos la place de la Sorbonne, la place de Contraescarpe y otras plazas llenas de bristrots y palomas. Los amantes del cine ven películas clásicas en rue des Ecoles y los comprometidos contra el sistema se unen bajo la misma atmósfera en la Mutualité para alimentar su rebeldía. Es un lugar tranquilo, de vías empedradas y brasseries económicas (un botellín cuesta tres dólares europeos). Vivir aquí, según parece, está de moda. Para los que no sepan dónde invertir sus ahorros, un pequeño loft de 40 metros cuadrados puede alcanzar en este quartier el modesto precio de los 500.000 euros.



Sus calles han sido habitadas por hombres de letras y revolucionarios. Por ejemplo, en el número 12 de Saint-Julien le Pauvre, próxima a la ribera del Sena, escribió el maestro Julio Cortázar su Rayuela; o en el número 6 de Pot-de-Fer estuvo George Orwell fregando platos cuando no tenía un chavo; o en un indeterminado número de la animada rue Mouffetard durmió el imberbe bachiller Rafael Guillén cuando sólo era la versión 1.0 del Subcomandante Marcos. Ernesto Hemingway, escritor y revolucionario a partes iguales, vivió en el 74 de la rue du Cardinal-Lemoine durante los años veinte con su primera esposa Hadley y guardó un buen recuerdo del barrio. “Nuestro apartamento constaba de dos piezas, sin agua corriente ni aseos (sólo una jarra para lavarse), que ofrecía un confort suficiente a un tipo como yo, acostumbrado a las cabañas de Michigan”. Sobre todo porque para un americano vivir en París en la década del jazz era una bicoca: con menos de tres dólares al día se podía comer, beber, ir al boxeo y pagar una habitación. Por no hablar de que en Europa no existía la prohibición del alcohol.


Pero el viajero no sólo se dedica a ver piedras y a perseguir fantasmas del pasado. En esta dura jornada de trabajo y reflexión también ha conocido a una deliciosa camarera neocaledonia de largas piernas morenas que le ha insistido con amables palabras y sonrisas para que se sentara en su establecimiento. El viajero, con algunas dudas, le ha hecho caso. Después ha pedido el menú del día recelando de las sillas vacías de su alrededor. Pero mira por donde, la caribeña ha regresado con una comida digna de un héroe de la patria: una ensalada con fuagrás y magré ahumado, muslo de pato confitado con tocino y patatas con perejil. Cerveza a discreción. 18,20 euros la dolorosa.


Javier Rambert

martes, 14 de julio de 2009

Cartas desde París. Hoy, Montmartre.


A finales del siglo XIX y principios del XX el barrio de Montmartre era un hervidero de artistas y de escritores. No podías pisar la noche de la butte sin que le aplastaras el juanete a algún autor famoso. La razón estriba en que el quartier se desparrama sobre una colina de difícil acceso y alejada del centro. Esta situación espacial proporcionaba dos cualidades esenciales para cualquier bohemio: alquileres económicos y una asombrosa luz natural capaz de iluminar la inspiración más esquiva.

Ahora Montmartre no es exactamente así. Sigue elevándose sobre una coqueta colina desde donde puedes avistar (si no eres miope y el día está claro) hasta 30 kilómetros de casas, edificios y monumentos. También la luz sigue siendo especial en la cima. Allí, hasta el ojo más vago puede distinguir con inusual nitidez el escote más escurridizo. Sin embargo, ahora el barrio se puebla con entusiastas hordas de turistas a la caza de un souvenir, y en lugar de artistas hay obstinados caricaturistas que se ofrecen en cada parpadeo a dibujarte un retrato. La famosa Place du Tertre, donde antiguamente los pintores intercambiaban óleos, ideas y aguardientes, es ahora una gigantesca terraza que protege las mesas de los restaurantes más onerosos. Las masas, armadas con gorras horrendas y cámaras fotográficas japonesas, se arraciman por centenares a las puertas del Sacre Coeur. Según reza el cartel de la entrada, la basílica fue construida con las contribuciones de los católicos parisinos como acto de contrición tras la humillante derrota en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Pero el viajero, que a escéptico no le gana nadie, ha descubierto que aquello no es del todo cierto.


Fundamentalmente, porque la almibarada construcción religiosa es una consecuencia de la Comuna de París. El gobierno de aquel tiempo no sólo se mostraba incapaz de rechazar a los prusianos, sino que también tomaba medidas contra la clase baja: reducía los préstamos, aumentaba los alquileres y restringía los víveres. El pueblo aguantó dos meses la situación para finalmente sublevarse (Marx calificó esta experiencia como “el primer movimiento proletario autónomo”). El gobierno, que ya había aceptado las exigencias del invasor pruso, lanza un ataque feroz contra su pueblo: coloca 250 cañones al pie de los barrios insurrectos y le bastan siete días (la llamada Semana Sangrienta, del 21 al 28 de marzo de 1871) para reducir la Comuna a escombros. Algunos valientes resisten tras las barricadas, batiéndose heroicamente en sangrientos combates. En total perecieron 30.000 rebeldes y 1.400 soldados. Parece ser que el Sagrado Corazón se construyó a partir de estos sucesos. Los buenos católicos de los barrios pudientes crearon la basílica para lavar los pecados de los comuneros. Hoy en día, el monumento es un lugar mítico de concentración de la extrema derecha francesa.


El viajero, después de documentarse, decide no pagar los cinco euros de entrada. En su lugar desciende por las tornadizas callejuelas hasta el cementerio del barrio, último domicilio conocido de un buen puñado de nombres famosos. En su descenso deja atrás la casa que Adolf Loos le diseñó al bueno de Tristán Tzara, el séptimo piso donde Louis Ferdinan Celine comenzó su Viaje al final de la noche o la divertida escultura de Marcel Aymé atravesando una muralla.



Al fin, el viajero llega al camposanto donde se descomponen en silencio los últimos restos de maestros como Degas, Zola, Stendhal, Dumas, Berlioz, Nijinsky… pero sólo tiene arrestos para visitar la sepultura de François Truffaut, a quien le dedica una sonrisa de agradecimiento y, finalmente, un hondo suspiro.


Javier Rambert

jueves, 9 de julio de 2009

Beijing Chic conquista Paris





Miren quién está en París también!!! Todo el mundo adora París. Es la única ciudad que los extraterrestres se encargan de atacar justo antes de intentar invadir Whashington. Si cae destruida la Torre Eiffel es que la amenaza es global de verdad de la buena. Pues este verano tenemos corresponsal en la ciudad de la luz, del amor, de la caca de perro! Nuestro colaborador de vocabulario más preciso y mayor capacidad descriptiva disfrutará, de los encantos de esta carísima ciudad por su cuenta y riesgo porque todo el mundo sabe que: BEIJING CHIC NO PAGA DIETAS!

Fuente: The Superficial y Just Jared