jueves, 31 de mayo de 2007

Frank versus Fabio


Frank amanecerá el sábado con su pijama de rayas verticales y se bajará enseguida al garaje-estudio a ver si es capaz de ajustar la quinta marcha de la caja de cambios blaugrana. Antes, cuando era un apuesto medio centro con el ocho a la espalda, Frank no se confiaba sólo a las artes de la velocidad y la habilidad, tenía las condiciones del todoterreno. Pintado su chasis en rojo y negro, se entendió con Ruud Gullit en cortos pases precisos que se ajustaban al empeine, y con Marco Van Basten en largos pases curvos que se envenenaban sobre la media luna del área. Convirtió la presión sobre la línea medular en la más efectiva de las estrategias, levantó dos copas de Europa mandando una cohorte en aquel ejército del general Sacchi y algunos espectadores hubimos de llorar sus centros casi tanto como los admiramos en la Alemania del 88.

Fabio en cambio madrugará en su estoica trinchera del frente del Ebro, y revisará en la sala de banderas la topografía de la sierra aragonesa para escudriñar algún desfiladero donde apostar a sus francotiradores. En pantalón corto y corriendo por un terreno de juego, Fabio tuvo el talento reiterativo del tornero fresador. Para él, la pelota nunca mereció la consideración estética de una pompa de jabón, ni representó la abstracción poética del globo terráqueo. Con su filosofía italiana, el fútbol sólo se entendía entre el paréntesis del esfuerzo físico y el otro paréntesis del disparo a puerta. El regate, la finta y la tramoya eran cosas de amanerados, teorías de artistas, hipótesis de trabajo de vagos.

Como entrenador, Frank ha heredado de las escuelas holandesas el fútbol ofensivo, y de sí mismo una determinación biliar por la victoria. Su carácter se dibuja con una mezcla de tirabuzones, chaquetas osadas y cajetillas de cigarros que desembocan en un estilo educado en la sala de prensa y ofensivo en el campo. En la cancha, Frank no defiende, organiza a su equipo como un compenetrado comando de ingenieros que, entre ceja y ceja, planean una campaña de invasión de la que sólo regresarán con un botín de goles.

Fabio, al contrario, se ha refugiado en la grave silueta de un Comisario. Encarna el espíritu de la cúpula del estado policial. Viste clásico: traje azul marino, pantalón de pinzas gris marengo y camisa blanca impoluta. El escudo de su equipo bordado, como la estrella del sheriff, cerca del pecho. Por su carácter de tipo duro e inflexible prefiere las guerras de desgaste a las de conquista. Domina el oficio de la especulación, doctorado en títulos, aprieta las mandíbulas cuando pierde y… también cuando vence.

En cualquier caso, termine como acabe y por encima de nuestros cálculos, la gloria se repartirá injustamente. El ganador se erigirá en el nuevo Napoleón y, huyendo de la rendición de Breda, el perdedor alcanzará las cotas más altas… del sumidero.


Capitán Akab


Nota: esta crónica estaba redactada para ser leída ayer, por problemas ajenos al autor no ha sido posible su publicación hasta hoy. Pedimos disculpas por el retraso tanto a nuestro coloborador como a sus fieles lectores. La Dirección.

jueves, 10 de mayo de 2007

Un étrange aventure de Lemmy Caution




La máquina Alpha 60 gobierna Alphaville, una misteriosa ciudad a millones de kilómetros de Nueva York, en una galaxia lejana de la hostia. Allí llega Lemmy Caution, detective. Es un tipo duro de verdad: cincelado sobre un témpano, con gabardina y sombrero, salido de una novela de Raymond Chandler al que la cámara sólo se atreve a seguir en blanco y negro, en silencio. Y llega a Alphaville en plena noche húmeda, y da un nombre falso en la recepción del hotel y dice, como todos los que ocultan algo, que es periodista.



A pesar de que estamos en el universo lejano, aparentemente no es un lugar tan ajeno, de hecho lo reconocemos todo desde nuestros ojos terrícolas: los edificios, las luces de la noche reflejadas en los charcos del asfalto, las mujeres bellas…, y sin embargo hay algo en el ambiente que nos incomoda, que nos obliga a permanecer alerta. Quizá porque dentro de la película se respira ese aire denso, apretado, que tamiza la vigilancia del poder. No tardamos mucho en advertir la oquedad de la población. No hay empatía. Si pedimos fuego para encender un pitillo sólo conseguimos una breve mirada y un enorme signo de interrogación. Los habitantes caminan como autómatas, sostenidos por los trajes negros y grises, las mujeres tienen números tatuados en la piel que las borran el atractivo y las deshumanizan, incluso el aire suena a metal. Los pasillos de los edificios son largos, sinuosos, enmoquetados. No hay agentes de tráfico, ni prensa, todo está sometido a la ley de la probabilidad.

No cabe duda, hemos dado con nuestros huesos en un territorio comprometido donde no parece que vayan a tocar los Rolling Stones. Estamos en un estado totalitario. Después de hacer unas cuantas preguntas es evidente que la tecnología ha sustituido al ser humano.

Alphaville narra el futuro, cuando los hombres con gafas se han hecho tan listos que son capaces de crear unas máquinas infalibles que trabajan para controlarnos y juzgarnos a todos. Esta historia ya nos la han contado en varios formatos, desde la literatura al cine pasando por la filosofía y el arte. Pero Jean-Luc Godard (París, 1930) nos la cuenta con un estilo impecable. Vuelve a decir aquello de que el hombre es un peligro para el hombre, pero con clase, en un extraño relato que mezcla el cómic y la ciencia ficción. No le hace falta mostrar bombas nucleares ni desplegar un decorado artificial con bombillas de colores. Es un tipo elegante, con el blanco y negro le sobra para crear la estética por arrobas. Y en cuanto a las armas, lo maravilloso es que La capital del dolor, poemario de Paul Eluard, es la munición más subversiva.

Pronto vamos a conocer al motor de la historia: Natacha Von Braun (Anna Karina), que (a parte de ser una preciosidad) nos guiará por este nuevo mundo. Es la que nos va a poner en antecedentes, la que nos va a enseñar Alphaville en toda su magnitud.



En la guía de turismo no lo pone, pero en Alphaville está prohibido llorar. La ternura es otra emoción que desconocen las máquinas y por tanto está penada. Ya digo que es un sistema perfecto, ordenado al milímetro, infranqueable para todos… salvo para nuestro nuevo amigo: el artero, Lemmy Caution.

Guillermo T. Coyote

viernes, 4 de mayo de 2007

Die Soprano



Era una casa de campo apartada a la que se accedía después de recorrer un sinuoso camino de tierra de dos millas de distancia. Al final del mismo, tras superar una suave elevación del terreno, se abría un claro de eucaliptos donde estaba construida. Tenía una amplia parcela de hierba descuidada en donde se adivinaban unos columpios oxidados engullidos ya por la maleza, un pozo abierto, y al fondo, como en un cuadro de salón, aparecía un pequeño embarcadero colmado de juncos, con un sencillo bote de pescador que se mecía con el agua cadenciosa del estanque. La casa era grande, de madera blanca, con tejado a cuatro aguas y un porche entarimado que cubría el acceso principal. Una desvencijada mecedora desafinaba con cada racha de aire y una ventana mal cerrada golpeaba insistentemente contra el marco que la sujetaba.

Toni D llegó en su Ford Dogde azul de alquiler. Una vez detuvo el motor, salió del automóvil, miró a su alrededor, y no vio más que las ramas de los árboles retorcerse con el viento. Observó luego por azar como un barbo destelló su lomo de plata en el centro del lago con un dinámico costalazo. Aquella visión le agradó, encendió un pitillo, se pasó el dorso de la mano por la boca y fue a descargar la compra del maletero.

En un par de minutos hubo terminado. Sostuvo las bolsas de papel con el brazo derecho y se acercó parsimonioso a la puerta principal arrastrando las suelas de las botas.
La enorme figura de Antonio Imperioli surgió entonces de la nada. Atravesó el porche de la casa con tres zancadas de plantígrado que hicieron gemir la madera. Se abalanzó sobre él y de un zarpazo seco lo envió al suelo. Las latas de conservas se desperdigaron a su alrededor. Toni D en el piso intentó revolverse, buscó el revólver en la tobillera, pero los diez dedos de Imperioli apretaban con fuerza retráctil la escopeta que lo encañonaba.

Toni D aún tuvo tiempo de parpadear antes de que sus sesos se seccionaran en rojo confeti y se fueran a incrustar como dardos en los peldaños de la escalera.

Imperioli entonces comprobó con la puntera de su zapatón que la vida de Toni D era ya historia. Echó el arma a un lado, se sacó los guantes de goma de sus garras y escupió un salivazo de satisfacción. El barbo volvió a saltar, allá en el lago, pero su resplandeciente chispazo ya no pudo ser visto por los ojos de Toni D, a pesar de que la mueca de su cara estaba orientada en esa dirección.

Guillermo T. Coyote