martes, 24 de octubre de 2006

Surrealismo ártico


Es verano, y Cicely se despierta temprano desde el embarcadero del lago mientras un sol claro baña de luz las laderas zigzagueantes del monte. Cicely es un pueblo con menos de un millar de habitantes, rodeado de una laguna y ubicado en el punto más al Oeste de la región de Fairbanks, en la parte alta del río Yukon, a tan sólo cincuenta millas del círculo polar Ártico. La Costa Azul de Alaska es una tierra rojiza, de gigantescos campos de hielo, majestuosa tundra, valles excavados por glaciares, frondosas selvas tropicales, profundos fiordos y volcanes humeantes. Es una belleza sobrecogedora. La fauna salvaje puede estar amenazada en cualquier otro lugar, pero allí es abundante. Osos pardos de cuatro metros de alto aletean con furia en los claros de los bosques mientras alces americanos detienen distraídos el tráfico en el centro de Anchorage. El lobo ronda por los cerros, águilas calvas sobrevuelan en círculos las espesuras y salmones de más de veinte kilos remontan el río a base de brillantes costalazos. Es la última frontera, un reflejo del oeste americano del siglo XIX, un espacio interminable sin explotar en el que nativos y extraños practican el derecho a la vida en paz y sin intromisiones.



De repente, el Doctor Fleishman (Rob Morrow) aterriza en una inestable avioneta procedente de Nueva York para devolver el crédito universitario que le permitió licenciarse en la universidad de medicina. No es de Brooklin como Woody Allen, pero tiene apartamento en Queens, un barrio vecino. También es judío, y se presenta con un juego de palos de golf bajo el brazo y una cara de escéptico de campeonato. Por lo pronto, Joel Fleishman es un urbanita del Este al que la vida en el campo le gusta tanto como clavarse alfileres en las piernas. Es un neoyorquino racionalista, todo cuanto ve a su alrededor: rústico, árboles, personajes, animales, le hace sentirse como un hombre atrapado en otro tiempo, engañado, porque su buena fe le impidió prestar la atención necesaria a la letra pequeña del contrato. De inmediato se quiere fugar, como es natural, pero la amenaza de una fuerte multa se lo impide. Eso, y el pueblo, claro, que con su galería de personajes peculiares lo van trincando poco a poco. Porque Cicely es multicultural, cívico y agradable. De tan bueno, es imaginario, y de la imaginación, una vez que la descubres, es difícil salir voluntariamente.


Sobre los personajes lo mejor es irlos descubriendo uno mismo, pero puedo garantizar que están de puta madre. Maurice Minnifield (Barry Corbin) un ex astronauta, cacique del pueblo, una calcamonía de John Wayne. Holly Vincoeur (John Cullum) trampero, regenta el bar del pueblo, tiene el gen de la longevidad. Cris Stevens, (John Corbett), el locutor de radio, un ex convicto de West Virginia capaz de recitar los versos más tristes de Walt Wiltman o enunciar la compleja dicotomía de Carl Jung. Cris es otra buena razón para ver la serie si te gustan los actores guapos con moto cuyos personajes son listos. Cuidado con la mujer que discute con Fleishman en casi todos los capítulos porque es Maggie O’Connell (Janine Turner), uno de los ejes de la trama y una nena irresistible. Es la antagonista del doctor, atractiva, inteligente, feminista y piloto de profesión. Lo único malo es que todos los hombres que han mantenido una relación íntima con ella han muerto en extrañas circunstancias, (pero de verdad que no extraña que lo sigan intentando). Y no desvelo mucho más porque la realidad de Cicely hay que vivirla. Lo mejor es quedar con Ed Chigliak (Darren E. Burrows), un indio nativo con vocación de cineasta y que te lleve al Bricks. Allí, pídele a Shelly (Chyntia Geary) una hamburguesa de alce, una cerveza fría, y siéntate a esperar al coro.




La serie, a parte de los toques costumbristas, se podría calificar de comedia romántica. Bien introducida la trama, la historia tiene varios niveles de lectura que invitan al espectador a interactuar con la pantalla dando su parecer como un habitante más. Las dudas que plantean a lo largo del argumento sirven como abono al desarrollo de la transformación mental de los protagonistas, e incluso de los espectadores, que no pueden convertirse en otra cosa que no sea en mejor personas. Es una serie carente de violencia, en la que cualquier conflicto comienza con dos posturas opuestas sobre un determinado tema cuya respuesta no es una, son cientos, y por tanto todas tienen acogida.



Nothern Exposure aparece en la CBS en el verano de 1990, tras el éxito de Twin Peaks. Sus creadores, Joshua Brand y John Falsey, construyeron la serie para emitirse en ocho capítulos durante los meses de verano, pero tras el inesperado resultado de audiencia, la CBS los renovó durante seis temporadas más. El hecho de que fuera una serie de televisión divertida e interesante la condenaba de antemano a fracasar en España. Casi lo consiguen los programadores de Televisión Española destrozando su emisión (1992-1997) en madrugadas alternas, repitiendo capítulos y alterándolos el orden, en horarios intempestivos, etcétera. Afortunadamente ahora tenemos internet, donde se pueden encontrar sin dificultad todas las peripecias del doctor Fleishman y muchas páginas para cicelyanos. Recientemente, se ha editado la segunda temporada en deuvedé.
Doctor en Alaska es una bonita historia en la que todos hacemos nuestra la frase de Bertrand Rusell: “No creo que ahora esté soñando, pero no puedo demostrar que no lo estoy.”

Guillermo T. Coyote.

miércoles, 11 de octubre de 2006

Alatriste Film




Con franqueza, creo que el cine español falla, y no sólo en credibilidad. Después de (que me obligaran a) ver la película Alatriste, realizada con un presupuesto de 26 millones de euros y un reparto con lo más nombrado de la interpretación española, se intuye que, por lo menos, ya no me podrán repetir aquello de que si tuvieran dinero y medios podrían hacer buen cine.
Cuando al fin los jerarcas del cinema tratan de superar las banales historietas postjuveniles que hemos padecido en las pantallas los últimos tiempos y se plantean realizar cine épico, recreando (¡aleluya!) una época que no sea la guerra civil, aflora un exabrupto hediendo a palomitas. Esta película de grandes almacenes nos ha sugerido la misma imagen que nos transmite un gordinflón encendiéndose un puro con un billete de 500.
Y es que, en el cine patrio, hasta las historias más realistas resultan inverosímiles.
La película es un tostón desde la primera secuencia. Tiene la culpa un argumento mediocre, sin sentido ni cohesión, que carece de continuidad dramática, repleto de saltos temporales y amenizado con un ritmo desesperante. Se entremezclan el desamor, el poder, el honor y el destino por medio de un antihéroe que lucha por no se sabe qué, a favor de una patria que le putea pero bien. Pretende ser un duro drama que retrata la vida de los valerosos soldados del siglo de Oro despreciados por gobernantes acomodaticios, y acaba siendo una ensoñación sobre prehistóricos geos a la que se le añaden un par de historias de amores imposibles que se podrían resumir con la consabida escena de cama y un bostezo. Tampoco ayuda que cada dos secuencias nos condenen a mirar un enconado combate de espadachines en el que muere alguno de los personajes muy violentamente, ahogado en un charco de primeros planos, con un poquito de sangre digital y otro poquito de suciedad de pegolete.
Los personajes, sin motivación aparente en la historia, deambulan en una atmósfera decadente que se cuida, con una obstinación casi permanente, en demostrar en cada plano que aquella es la superproducción-comecial-blockbuster-garden-center sin precedentes en la historia del cine español. "Hecha con ordenadores y la hostia" según uno de sus productores. Áragon, hijo de Arazorn, incluido.
Entre los diálogos desordenados de cinco bestsellers de los meses de verano (¡¡maldición, la próxima será La sombra del viento!!) se atropellan un sinfín de temas que crean un batiburrillo que desorienta al espectador, detiene la evolución de los personajes y, lo que es peor, deja inservible el desarrollo de las acciones que se van sucediendo. La única explicación razonable es encontrar unas declaraciones del mismo productor denunciando que Pérez Reverte había vendido al Corte Inglés los derechos de las partes más jugosas del guión.
Escarbando con guantes entre los actores, al oficio que se les supone a Javier Cámara (Olivares), Juan Echanove (Quevedo) y Eduard Fernández (hace de amigo del protagonista), hay que anteponerle la torpe actuación de los Noriega, Ugalde, Pérez de Ayala, Portillo (no sé si también aparecían Penélope Cruz y Elsa Pataky), y la siempre insufrible Ariadna Gil (¡¿no existen más actrices?!). Ah, como era la gran superproducción española, la elección de actores se nutrió de la abaleada corte de actores cool. Tipos más acostumbrados al plató de televisión que a la tabla del escenario. Muchos de los actores más célebres del cine español moderno carecen de expresividad, de dicción y de carisma. Cualidades demasiado importantes para que falten en un reparto. Juro que tardé más de diez minutos en reconocer que Noriega no hablaba en catalán y siempre temí que en algún lance de la yimcana, se le distinguiera el calzoncillo Calvin Klein a Ugalde por debajo de la capa. Una tos de Fernán Gómez sobraría como réplica en sus diálogos. Como dijo Al en el Savoy, "muchacho, en algunos casos valdría la pena el esfuerzo estatal de subvencionar pelis para que los actores de moda se apartasen del plano y así pudiéramos ver mejor sus propias escenas."
Por lo demás, a pesar de que los personajes recitan algunas frases célebres que les achacan los historiadores, deben evitar tomar este largometraje como fuente histórica. Son personajes de relleno que contextualizan la acción para darle lustre histórico, sin embargo, están hechos con nebulizador. Para empezar, el rey no era un mindundi como lo insinúan. Felipe IV (1621-1665) tenía una personalidad verdaderamente fuerte. No era, con mucho, el pintamonas que nos retratan en la historia. Este monarca sucedió a su padre a los dieciséis años y tuvo una educación cultivada. Era capaz de tomar decisiones en los asuntos de gobierno. Sería un error verle únicamente como un insensible y un mujeriego. Por ejemplo, en 1644, a la muerte de su primera mujer, Isabel de Borbón, dejó escrito este comentario que revela la intensidad de su carácter: "He perdido mujer, consejera y compañera, y pues no he muerto de dolor, debo ser de bronce".
Por estas razones, la cinta, hay que decirlo, es mala. Tirando a espesa. No tiene imaginación, ni intriga, ni emoción. Naufraga en un mar de torpezas. En fin, será sin duda un buen argumento para los que ya preconizan la palpable falta de imaginación que arrastra desde hace algún tiempo el cine español.

Invitado: Guillermo T. Coyote