lunes, 9 de noviembre de 2009

El gato González


Su pedigrí de gato se cifra en la Colonia Marconi, próxima a la deprimida barriada de San Cristóbal de los Ángeles, un arrabal del sur de Madrid. Hablando de balompié, el gato González nacía entre cubos de basura y raspas de sardinas, en la catacumba del fútbol, un entorno sin ningún signo externo de predestinación a la gloria.

Viéndole tocar el balón sobre la calzada desconchada del barrio uno no tenía ninguna duda. No poseía la exuberancia atlética de Van Basten, ni la bohemia crepuscular del Mágico González, ni era un chico filamentoso y musical como Zidane. No era ni más alto, ni más rápido, ni más fuerte, ni más técnico que los demás: en él no se apreciaba ninguna señal de parentesco con los dioses, ni mucho menos con los magos. Así que los aprendices de periodistas que cubrían la información juvenil señalaron en sus diarios escolares la profecía del escéptico: primero vivirá como un muchacho cualquiera, y más tarde, se convertirá en un futbolista cualquiera.

Pero el gato caía de pie y sobre la cancha rectangular de la competición se volvía montés y aceptaba la paradoja de convertirse en un rabo de lagartija. El felino tensaba los colmillos, sacaba sus garras y practicaba incansablemente el oficio del sumador encontrando todos sus goles por el viejo procedimiento de buscarlos con desesperación. Su primera temporada como piel roja, al otro lado del río, rompió todas las estadísticas. Desde entonces las tablas de goleadores infantiles incluyeron los tres dígitos.

Cuando tomó el autocar con dirección a Chamartín, la factoría blanca no creía que importaba arte, sino mano de obra barata. Nadie en su sano juicio hubiera presagiado que aquel muchacho tímido, de piernas horquilladas, escondido tras la afilada curva de su nariz, iba a heredar el mítico siete blanco del boquerón Juan Gómez, del fino estilista Emilio Butragueño. Pero lo hizo. Jorge Valdano resumió bajo sus rizos engominados al nuevo mesías que había encontrado entre dos porterías una noche de Romareda: “Juega como un ángel de barrios bajos, corre tras todo lo que se mueve, se desmarca hasta de sí mismo, pone cara de pocos amigos y sólo descansa cuando ve cumplido su inmodesto objetivo: ganar el partido. Es Raúl”. El locuaz argentino vio reunidas en una sola persona la serenidad que infunden los pensadores, la fidelidad que se exige a los compañeros y la determinación que identifica a los campeones.

Luego vinieron los goles, los títulos, las estadísticas, en resumen, los oropeles. En el modesto delantero la eficacia se confunde con el arte, y el arte es universalmente admirable. Por eso el sábado, mientras hundía al Valladolid en el fondo Sur del estadio Bernabéu, pudo escuchar con propiedad el aplauso limpio y rendido que se dedica a uno de los grandes artífices de la lucha. Por fin se reconocía su estilo: una esforzada combinación de coraje, firmeza y de todas las formas posibles de paciencia.

Desde que los agoreros se cuestionan su edad (ya hace un tiempo considerable de esto), uno no deja de advertir a un extraordinario gato de siete vidas eternamente vigilado por la mirada fantasmal de unos tristes, engañados y resentidos porteros de noche.

C. Akab