martes, 5 de diciembre de 2006

Cuando el amor duele





El amor contenido es una forma de amar que utilizamos como mecanismo de defensa cuando la situación amenaza, -para nosotros o para alguien que deseamos-, un riesgo de herida en el corazón, donde cualquier arañazo se regenera con años de retraso. Al amor contenido se le ve venir, porque suele revelar los síntomas del enamoramiento en una versión comedida de nosotros mismos, algo así como si percibiéramos la experiencia envuelta en papel glad: vemos, pero no tocamos. El denominador común del amor contenido es permanecer mucho tiempo y de forma obligada con la persona en cuestión, lo que conduce invariablemente a una especie de síndrome de Estocolmo con música de Cole Porter, o de Nat King Cole, según casos. Se da con frecuencia entre compañeros de trabajo, entre hermanos (sólo en los casos más apasionantes), o como dice Wong Kar-Wai (Shangai, 1968), entre vecinos. Es un sentimiento jodido cuando se padece, porque no se consuma, languidece en el tiempo como una mala operación de rodilla, y si no se olvida pronto, te lleva a un callejón en el que es obligatorio escalar un muro incisivo en donde siempre te dejas algún jirón o, a veces, hasta te partes la crisma. En suma, el amor contenido es una forma de amar muda, dolorosa, que sólo se resuelve con unas copas en el Bada Bing! de Tony Soprano, o con un kilo de ibuprofeno.



Esta experiencia la transmite de una forma infinitamente más poética el director de cine Kar-Wai en el exquisito título Deseando amar, In the mood for love (Huayang Nianhua, 2000), que es en sí mismo toda una declaración de intenciones. La película es un ensayo a lo nouvelle vague sobre el amor, que también repara en territorios tan interesantes como la soledad o la introspección. Para esta lucha contra el desamor (o contra el amor, según se mire) atavía el chino con escuadra y cartabón a sus dos protagonistas, al señor Chow (Tony Leung, un actor de la hostia) y a Li-Zhen (Maggie Cheung, que debió derretir al director de casting con un leve parpadeo) y los hace moverse por el Hong Kong de los sesenta, que es algo así como un catálogo de pret a porter, un tratado sobre el buen gusto, sofisticado, en donde todo está iluminado con detalle. Además, para que lo padezcamos debajo de nuestra piel de reptil, Kar-Wai filma todo esto con la misteriosa sustancia que traspasa la aleación de una cámara de raso, una atmósfera lluviosa y un concierto de violines.



Un hombre como el señor Chow, (o como yo), capaz de levantarse en la noche de perros de su propio funeral a cortar algo de leña para que los muchachos entren en calor, es un escritor con el que alterna Li-Zhen, cuando las parejas de ambos les engañan manteniendo una relación amorosa. A partir de este momento, la pareja protagonista se pega con pegamento imedio y comienza un inesperado juego de psicodrama que les resulta de suma ayuda para afrontar la relación con sus cónyuges y por extensión, con el resto de su vida.



Toda la narración se observa desde el quicio de la puerta, desde la esquina de la calle o desde el descansillo de la escalera, como si estuviéramos robando fragmentos de conversaciones que no nos perteneciesen. Trozos de puzzle sin instrucciones que cada uno debe montar a su antojo, como haya aprendido o le hayan enseñado. En esta cinta, atención, la historia no se cuenta, se sugiere. Ya anticipo que hablamos de sentimientos, de emociones, porque es una experiencia conmovedora, que arrebata por su belleza, su elegancia y su sensualidad. Para alcanzar este grado de plasticidad y estética, el director de cine no habla, recita, o mejor, susurra una historia contada en cine moderno, a la que se le advierte la sensibilidad oriental de los dioses de ojos oblicuos. La de Mizoguchi, Kurusawa, Ozú y tantos otros. (No ver Los cuentos de la luna pálida (1953), Dersu Uzala, (1975) o Viaje a Tokio (1953) es un Necesita Mejorar en el boletín de notas de este primer cuatrimestre).



Así, este ejercicio de estilo que algunos califican de artificio, se lleva a cabo con una técnica impecable, con un montaje concienzudo que sirve para marcar el ritmo de un metrónomo de cuerda tan sólo alterado por la utilización de los boleros. Cada vez que pinchan uno en la película, se consuma el prodigio de detener el tiempo. Utiliza también herramientas de ese bazar de materiales que es la poesía, como la repetición de escenas, las elipsis temporales o los fueras de campo, lo que hace que contenga varias dimensiones de sentimiento y requiera de la implicación emocional del espectador.
Para hacer esta peli se necesita cultura, sensibilidad y lucidez. Materiales que si bien no escasean, son difíciles de encontrar.



El dato

Cuando el conjunto de Hong-Kong dejó de ser una colonia de Gran Bretaña para regresar al control chino, el Gobierno Popular de Pekín prometió que durante cincuenta años todo permanecería intacto en la región. El Hong-Kong de 1997 mantendría su forma de vida, sus derechos, sus libertades, su naturaleza capitalista. Un país, dos sistemas, se dijo. Wong Kar Wai leyó la noticia en la isla de Shikoku, al sur del Japón mientras sorbía un bol de fideos blancos udon. Pensó entonces en algo que permaneciera invariable dentro de ese tiempo, y concluyó que el amor no consumado es lo que produce la penitencia más perdurable. 2046 era la historia, pero para dar más profundidad al tema se decidió por hacer primero In the mood for love. Deseando amar es el antes, mientras que 2046 es el después del señor Chow.



Epílogo
Paseaba por la Via Beneto, rebotando con la Vespa por el empedrado, cuando encontré una cría desmayada en la acera. Parecía una delicada muñeca de cerámica cubierta por un entallado traje verde, de cuello de cisne y manga francesa. Saltó de Blow Up y para desvanecerse en Roma. Era Alba Rosetti. Una niña preciosa. Detuve la moto y traté de reanimarla. Tardó unos segundos en despertar. Cuando al fin abrió los ojos y descubrí el verde de su mirada, me vino al estómago una coz que hizo que entendiera en todo su significado aquella estrofa que sonaba las mañanas de los domingos en casa de mi madre: No saben las tristezas/ que en mi alma han dejado/ aquellos ojos verdes/ que ya nunca olvidaré…
Guillermo T. Coyote


viernes, 24 de noviembre de 2006

En este mundo

Nuestra falta de alta cultura no tiene límite. Después de llevar actualizando con precisión como Angelina Jolie lleva la depresión post parto, como está recuperando la figura, como come hamburguesas, como la caraterizan para su nueva peli, después de fotogrofiar a diario a su "marido" y a su familia, de documentar su set de rodaje, ahora nos enteramos que estamos colaborando con la promoción de la nueva película de Michael Winterbottom. Este es uno de esos cineastas de los que los europeos nos sentimos orgullosos porque nos asegura la patrimonialización del cine de autor frente al cacareado autor de blockbustar tan al gusto americano. Pero estos prejuicios son los mismos autores los que los rompen, y así resulta que Michael se ha puesto mano a mano a trabajar con la pareja sin duda más mediática, buscada y fotografiada de la actualidad. Si esto no es la mezcla perfecta para Beijing Chic qué puede ser.

La película está basada en el libro de Mariane Pearl y Sara Critchon sobre la vida y el asesinato del periodista del Wall Street Journal en Pakistán, "A Mighty Heart: The Brave Life and Death of My Husband Danny Pearl" y es la propia Angelina la que encarnará a su esposa, (casting polémico porque esta mujer es afroamericana), y es el mismo Brad Pitt el que se ha encargado de la producción.

La filmografía de este autor es tan solvente que podemos esperar una gran película. Nuestro hombre de cine se ha encargado de reseñar una película de Michael con su habitual pasión y subjetividad.




En este mundo

Jamal es un niño afgano que vive en el campo de refugiados de Shamshatoo, un asentamiento paquistaní cerca de la frontera con Afganistán creado en octubre de 2001 como consecuencia de los bombardeos indiscriminados estadounidenses contra los talibanes. Jamal es un huérfano que habita en una casa de arcilla y subsiste gracias a un humilde trabajo en una fábrica de ladrillos. Al principio no es más que un niño bebiendo agua bajo un sol plano y un cielo inmenso. A su alrededor no hay más que un puñado de casuchas, un océano de arena y lamentablemente, una infinita pobreza.

Pero la vida de Jamal va a cambiar de verdad, cuando a su primo Enayatullah le propone su padre la oportunidad de pelear por una vida mejor en Londres. A Jamal no le lleva más que una tarde convencer a su tío para que él también forme parte del viaje. Su primo a pesar de que es mayor que él, no es muy avispado, y además sólo conoce un idioma, el pastún. Él, a pesar de su corta edad, ya chapurrea el inglés y es listo como un conejo. Su tío observa cómo su hijo asiente las palabras del chico mientras ufano, se introduce un dedo en la boca. Y se convence. A partir de este momento, se inicia la prometedora travesía que dará sentido a su existencia, la empresa que más de un millón de refugiados llevan a cabo cada año, la búsqueda de un moderno El Dorado, la hazaña de los que quieren hacer valer su derecho a una vida digna.



Los dos primos ponen sus vidas en manos de los contrabandistas para recorrer los seis mil kilómetros que separan sus pies del Weather Center de Londres, por tierra, atravesando los países más fustigados por las guerras en el último lustro, sin papeles, y con un dinero limitado que, como el agua en el cesto, no hace más que desaparecer. Pakistán, Afganistán, Irán, Turquía. Un road movie de verdad, real, sin concesiones y sin juegos de artificio, un rayo que se clava como un puntero fijo en el cerebro. Lo magnífico es que cada espectador que visione esta película, contemplará con otra mirada a los emigrantes. Considerándolos de la cabeza a los pies, comprendiendo la injusticia de sus miserias.



El difícil camino se completa con el salto a la opulenta Europa. Les aguarda todavía conocer las bondades con las que recibimos a los refugiados, cómo mostramos nuestra solidaridad con sus desgracias, nuestra conocida piedad para agasajar a los que vienen huyendo del caos. Este paso al viejo continente, se vive con un horror parecido al que se siente cuando los nazis conducían a los judíos a la muerte y estos aguardaban los instantes previos a las duchas de gas. O esa enormidad de angustia que se percibe cuando asistes a una secuencia en la que alguien se ahoga encerrado en una caja fuerte que se pierde en el mar. Terrible. Una vez que se asiste a este viaje opresivo, por supuesto de polizón, sólo cabe recordarlo como la proeza de Trieste. De Italia a Francia, de allí a Inglaterra. Con los ojos de un búho se suceden ante uno las miserias que padecen por sus calles, las desgracias que sufren, los miedos que los envuelven, y se experimenta por un momento la suerte del desamparo, que es algo así como caminar cojo y burriciego por el filo del acantilado. Y todo para llegar al mundo de las oportunidades donde todo es posible se convierte en un eslogan mentiroso y desdichado, porque solucionar este problema debería ser prioritario para la sociedad.



Pues eso mismo se imaginó Michael Winterbottom sacando del anonimato a Jamal y Enayatullah, que son en realidad dos refugiados convertidos por el director en intérpretes de sí mismos, para impartir una lección de realidad al respetable. Filmada en formato documental, con una agradecida duración (menos de noventa minutos), y una excelente fotografía, la película es cinematográfica y políticamente arriesgada. El mensaje político del filme es una denuncia tanto de los daños colaterales de toda guerra, como del trato que reciben quienes llegan a Europa huyendo de la miseria. Es un magnífico instrumento para evidenciar la situación que padecen millones de personas que son víctimas de las políticas belicistas e imperialistas.



Apuntar sólo que se hizo con el oso de oro de la berlinale (con el constipado que me abraza, sueno un poco como Antonio Gasset) y se convirtió en punta de lanza de las protestas pacifistas del año. El prolífico Winterbottom tiene varios trabajos orientados en este sentido, como Welcome to Sarajevo (1997) o Road to Guantánamo (2006), aunque cultiva toda clase de géneros con unos resultados óptimos (ver Wonderland (1999) es casi una obligación).
“Mi película nació como reacción a esa Europa que se cierra al drama de millones de refugiados”. M.W.



Epílogo
El poeta surrealista francés Roberto Desnos escribió lo siguiente en Le Journal Littérarie antes de luchar contra los nazis en la resistencia: “Lo que nosotros pedimos al cine es el imposible, lo inesperado, el sueño, la sorpresa, el lirismo, que borren las bajezas de los ánimos y los precipiten colmados de entusiasmo sobre las barricadas, y las aventuras; lo que pedimos al cine es aquello que el amor y la vida nos niegan, es el misterio, es el milagro.”
Desnos también tuvo su particular peregrinaje a través de prisiones y campos de trabajos forzados, desde Francia hasta la antigua Checoslovaquia. Desfalleció por falta de fuerzas en medio de la explanada principal del campo de concentración de Terezin, el ocho de julio de 1945, cuando un pelotón de soldados rusos les liberaban de su horror de cuatro años. Tampoco él cató el milagro.
Guillermo T. Coyote

viernes, 10 de noviembre de 2006

La esencia perdida

Después de (que me forzaran a) ver la película Infiltrados de Martin Scorsese, basada en un filme de acción chino, Wu Jiao Dao, de Wai Keung Lau y Sin Fai Mak, que a la izquierda del hemisferio se tradujo como Infernal Affairs, salí del cine poco más o menos igual que cuando entré. Si acaso, un poco más viejo.
La película venía avalada (más que por la película hongkonesa) por su director. Martin Scorsese está considerado como uno de los grandes directores vivos. Además, ha realizado alguna película que se puede considerar en sí misma como una obra maestra de su disciplina. Si digo que Taxi Driver (1976) Toro salvaje (Raging Bull, 1980) o Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) son equiparables a las sesiones en el Savoy de Charlie Parker, al puente de Brooklin o a la Judith I de Gustav Klimt, no yerro el lanzamiento por muchas yardas. Por este motivo a Scorsese hay que tenerle, cuanto menos, un profundo respeto. Es un director al que le gusta mucho el cine, (de pequeño era asmático y su padre lo compensaba llevándolo a diario a ver películas), y eso se nota en sus trabajos. Tiene precisión en la conducción de la cámara. Maneja una extraordinaria soltura visual para contar las historias, escoge de forma impecable las bandas sonoras y aún por encima, aporta al lenguaje narrativo una evolución con algunos guiños de personalidad.



Ahora bien, el hecho de que un jugador de baloncesto anote diez triples en un partido no lo convierte en infalible por todas las canchas. Scorsese vuelve a las malas calles con una historia de mafia un poco fría y con mucho humo. Abandona a la familia siciliana a la que pertenece y se pasa al bando de los irlandeses, que también pegan duro, pero son otra cosa más verde. La declaración de intenciones del director italo-americano se percibe en un plano de la película en el que Scorsese reproduce en una televisión El delator, (The informer, 1935), de John Ford.

Puede que el fallo estribe en la elección de la historia, que a pesar de ser un tema muy interesante y que pudo funcionar bien en la concepción de cine asiático, más esquemática, con menos concesiones a mostrar los sentimientos, con actores probablemente mejores…, en esta cinta no se completa, más bien se percibe una historia blanda, adulterada, sintética.

Lo que subyace de la historia principal ya digo que está bien, porque encaja de puta madre en el momento político en el que estamos. La atmósfera de desconfianza y ambigüedad se ha extendido por todo el mundo con los últimos conflictos bélicos. Miras los informativos de la tele y no sabes muy bien quién coños son los buenos y quiénes son los malos (militares torturadores, concejales corruptos). El argumento de la peli trata de eso, de los infiltrados que trabajan en la difusa frontera que separa, en este caso, a la mafia irlandesa de la policía de Massachussets.

La adaptación que ha hecho William Monaghan, a pesar de que consigue revelar esa visión oscura de la realidad que sufrimos, (ratas por todas partes, ratas hasta paseándose por un soleado ático, o por la casa blanca), no lo logra así en otros ámbitos importantes de la trama, y esto provoca una falta de credibilidad permanente.
A la intriga, como si de un queso gruyere se tratase, se le encuentran agujeros por todas partes. Hay casualidades demasiado estiradas, como la de los dos topos protagonistas. Uno es el topo de la mafia en la policía y el otro es el topo de la policía en la mafia. Les dan vida Matt Damon y Leonardo di Caprio, dos actores tan prescindibles como intercambiables. Hay que afinar la vista para separar a los dos niñatos durante alguna de las secuencias en las que se arañan. El caso es que los dos personajes pertenecen al mismo barrio, se han criado en el mundo rocoso de la mafia, estudian en la misma academia de policía, donde juegan el mismo partido de rugby, después son destinados a la misma comisaría y en todo este proceso no reparan el uno en el otro, no se conocen. Por si fuera poco, con el tiempo comparten relación amorosa con la misma mujer, (una rubia lechosa) sin tampoco saberlo. Afortunadamente, la historia dura hasta antes de que los dos se decidiesen a comprar el mismo perro. En fin, que toda la trama está enfocada a mostrar la dicotomía a la que se enfrentan estos dos protagonistas, los peligros cotidianos a los que se ven expuestos y los conflictos psicológicos que se desatan de tanto estrés.



El capo de esta cuadrilla de maleantes es Jack Nicholson. Una apuesta arriesgada porque siempre te expones a que el bueno de Jack trascienda de su papel de gánster para convertirse en él mismo. En esta peli el personaje del Jefe se aparta de arquetipos anteriores para interpretar a un Mefistófeles moderno. Un extraño personaje con camisas hawaianas que va por la vida sacudiendo faldas, espantando clérigos y buscando almas en oferta. El intérprete, de naturaleza hiperbólico, se eleva por encima del personaje (varios cuerpos) y termina caricaturizándole, así que al final da la sensación de que el protagonista de Mejor imposible (As good as it gets, 1997) es el que está negociando la entrega de unos microchips con los chinos superchungos.



Del resto del reparto ni chicha, ni limoná. Un poco más de lo mismo, como un café con demasiada agua. Martin Sheen, Mark Wahlberg y Alec Baldwin son en realidad personajes sin identidad propia que dicen sus frases sin grandes alardes. A Wahlberg le faltan unos centímetros para que de verdad acojone. No le alcanza ni de puntillas. Hago mía la frase de un colega: ninguno de los personajes consigue hipnotizarme ni esto (y crea con los dedos un espacio muy chiquitito).





Ni voy a mencionar el melifluo momento romántico, debido a que es intrascendente, superficial y forzado. La psicóloga que trabaja para la policía y se beneficia a los dos agentes, parece más bien una ejecutiva que vende tipos de interés. Y si no fuera porque es mentira, diría que no está ni buena.
La trama mantiene su continuidad dejando escaso margen al aburrimiento, porque ya digo que está bien rodada, pero se le advierten (como el mencionado triángulo amoroso o la sobredosis de teléfonos móviles) ciertos baches de intranscendencias. Son territorios conocidos, al fin y al cabo. Con desmedida duración, al final se incrementa el ritmo de la narración y el suspense de la historia para llegar al oportuno desenlace. Digo oportuno porque ya miré el reloj.
Lo mejor: Gime Shelter de los Rolling Stones a toda pastilla en el principio de la película. Una recomendación si te gustan este tipo de tramas es El hombre que fue jueves, de G. K. Chesterton. Una curiosidad que mide la talla de los premios cinematográficos yanquis: mientras que Scorsese no tiene ningún Oscar el memo de Damon sí, como guionista.



Es mala la racha que atraviesa Martin. Después de sus últimas cuatro películas la cosa se pone fea. Pero yo, confío. Al final, nuestro Martin se avendrá a lo que conoce y regresará al barrio con los muchachos del Lower East Side, en Little Italy, donde le espera un mantel de cuadros rojos y un habano de contrabando. Aquí, él ya lo sabe, sigue siendo unos de los nuestros.

Guillermo T. Coyote.

jueves, 2 de noviembre de 2006

El niño atómico


Sus padres se quedaron pasmados cuando el pequeño Fernando condujo el Volvo de Gijón a Oviedo con tan sólo siete años. No se sorprendieron porque el niño fuera capaz de conducir a esa edad, ya lo había hecho otras veces, se asombraron porque lo hacía dormido.

Su profesor de gimnasia en el colegio, calvo, bracicorto, un tipo gordo con la camiseta mal metida en el pantalón del chándal, aseguraba en un entrevista televisiva que descubrió una mañana concreta que Fernando llegaría muy lejos. Durante un ejercicio le colocó de portero y al primer disparo a puerta un compañero le propinó un balonazo en el centro de la cara. El profesor, alarmado, se le acercó rápido y sacó un pañuelo para taponar sus fosas nasales. Al momento, retiró la mano, se apartó un par de metros y se persignó: ¡aquel niño sangraba hielo!

Con estos superpoderes vivió Fernando en la carcasa del coche como las ostras en la concha. Sin otra escuela que un taller mecánico, el niño aprendió a descifrar con éxito los coeficientes de las adherencias, los grados de viscosidad del aceite o la resistencia relativa del aire con la misma naturalidad con la que confundía su vejiga con el depósito de gasolina. No se conformó con disputar cada una de las carreras en las que tomó parte, se propuso vencerlas, y durante años atravesó mil veces su cabeza por las coronas de laurel, devoró toda clase de premios sobre manteles de cuadros y chapoteó gozoso con la espuma de champaña. Su única misión era extraer de cada victoria, gota a gota, la leyenda dorada de los Fangio, Senna o Fittipaldi y que le fuera calando por el mono de trabajo azul.

El pasado fin de semana, después de revalidar el campeonato del mundo, Alonso se hizo acreedor de una parcela en el salón de la fama de los campeones. Tras el olor a goma quemada que deja el final de temporada, todos a su alrededor parecieron abandonarse a la emoción de los vítores, los clamores y la algarabía. Todos, salvo él mismo. Todavía protegido por el casco, tocó la visera con los nudillos para reconocer la dureza de su caparazón. Después, bajó su cabeza de hormiga, quizá para compadecer a Schumacher, y se marchó rodando sus cuatro pies de neumático en dirección al boxes. Allí, entre la luz que irradian los chispazos de soldaduras, los ingenieros, mecánicos y peritos de su equipo tuvieron que consultar el manual de instrucciones después de dos años: les era imposible separar el carburador francés del riñón asturiano.

C. Akab

Ilustración: Ilove1977

martes, 24 de octubre de 2006

Surrealismo ártico


Es verano, y Cicely se despierta temprano desde el embarcadero del lago mientras un sol claro baña de luz las laderas zigzagueantes del monte. Cicely es un pueblo con menos de un millar de habitantes, rodeado de una laguna y ubicado en el punto más al Oeste de la región de Fairbanks, en la parte alta del río Yukon, a tan sólo cincuenta millas del círculo polar Ártico. La Costa Azul de Alaska es una tierra rojiza, de gigantescos campos de hielo, majestuosa tundra, valles excavados por glaciares, frondosas selvas tropicales, profundos fiordos y volcanes humeantes. Es una belleza sobrecogedora. La fauna salvaje puede estar amenazada en cualquier otro lugar, pero allí es abundante. Osos pardos de cuatro metros de alto aletean con furia en los claros de los bosques mientras alces americanos detienen distraídos el tráfico en el centro de Anchorage. El lobo ronda por los cerros, águilas calvas sobrevuelan en círculos las espesuras y salmones de más de veinte kilos remontan el río a base de brillantes costalazos. Es la última frontera, un reflejo del oeste americano del siglo XIX, un espacio interminable sin explotar en el que nativos y extraños practican el derecho a la vida en paz y sin intromisiones.



De repente, el Doctor Fleishman (Rob Morrow) aterriza en una inestable avioneta procedente de Nueva York para devolver el crédito universitario que le permitió licenciarse en la universidad de medicina. No es de Brooklin como Woody Allen, pero tiene apartamento en Queens, un barrio vecino. También es judío, y se presenta con un juego de palos de golf bajo el brazo y una cara de escéptico de campeonato. Por lo pronto, Joel Fleishman es un urbanita del Este al que la vida en el campo le gusta tanto como clavarse alfileres en las piernas. Es un neoyorquino racionalista, todo cuanto ve a su alrededor: rústico, árboles, personajes, animales, le hace sentirse como un hombre atrapado en otro tiempo, engañado, porque su buena fe le impidió prestar la atención necesaria a la letra pequeña del contrato. De inmediato se quiere fugar, como es natural, pero la amenaza de una fuerte multa se lo impide. Eso, y el pueblo, claro, que con su galería de personajes peculiares lo van trincando poco a poco. Porque Cicely es multicultural, cívico y agradable. De tan bueno, es imaginario, y de la imaginación, una vez que la descubres, es difícil salir voluntariamente.


Sobre los personajes lo mejor es irlos descubriendo uno mismo, pero puedo garantizar que están de puta madre. Maurice Minnifield (Barry Corbin) un ex astronauta, cacique del pueblo, una calcamonía de John Wayne. Holly Vincoeur (John Cullum) trampero, regenta el bar del pueblo, tiene el gen de la longevidad. Cris Stevens, (John Corbett), el locutor de radio, un ex convicto de West Virginia capaz de recitar los versos más tristes de Walt Wiltman o enunciar la compleja dicotomía de Carl Jung. Cris es otra buena razón para ver la serie si te gustan los actores guapos con moto cuyos personajes son listos. Cuidado con la mujer que discute con Fleishman en casi todos los capítulos porque es Maggie O’Connell (Janine Turner), uno de los ejes de la trama y una nena irresistible. Es la antagonista del doctor, atractiva, inteligente, feminista y piloto de profesión. Lo único malo es que todos los hombres que han mantenido una relación íntima con ella han muerto en extrañas circunstancias, (pero de verdad que no extraña que lo sigan intentando). Y no desvelo mucho más porque la realidad de Cicely hay que vivirla. Lo mejor es quedar con Ed Chigliak (Darren E. Burrows), un indio nativo con vocación de cineasta y que te lleve al Bricks. Allí, pídele a Shelly (Chyntia Geary) una hamburguesa de alce, una cerveza fría, y siéntate a esperar al coro.




La serie, a parte de los toques costumbristas, se podría calificar de comedia romántica. Bien introducida la trama, la historia tiene varios niveles de lectura que invitan al espectador a interactuar con la pantalla dando su parecer como un habitante más. Las dudas que plantean a lo largo del argumento sirven como abono al desarrollo de la transformación mental de los protagonistas, e incluso de los espectadores, que no pueden convertirse en otra cosa que no sea en mejor personas. Es una serie carente de violencia, en la que cualquier conflicto comienza con dos posturas opuestas sobre un determinado tema cuya respuesta no es una, son cientos, y por tanto todas tienen acogida.



Nothern Exposure aparece en la CBS en el verano de 1990, tras el éxito de Twin Peaks. Sus creadores, Joshua Brand y John Falsey, construyeron la serie para emitirse en ocho capítulos durante los meses de verano, pero tras el inesperado resultado de audiencia, la CBS los renovó durante seis temporadas más. El hecho de que fuera una serie de televisión divertida e interesante la condenaba de antemano a fracasar en España. Casi lo consiguen los programadores de Televisión Española destrozando su emisión (1992-1997) en madrugadas alternas, repitiendo capítulos y alterándolos el orden, en horarios intempestivos, etcétera. Afortunadamente ahora tenemos internet, donde se pueden encontrar sin dificultad todas las peripecias del doctor Fleishman y muchas páginas para cicelyanos. Recientemente, se ha editado la segunda temporada en deuvedé.
Doctor en Alaska es una bonita historia en la que todos hacemos nuestra la frase de Bertrand Rusell: “No creo que ahora esté soñando, pero no puedo demostrar que no lo estoy.”

Guillermo T. Coyote.

miércoles, 11 de octubre de 2006

Alatriste Film




Con franqueza, creo que el cine español falla, y no sólo en credibilidad. Después de (que me obligaran a) ver la película Alatriste, realizada con un presupuesto de 26 millones de euros y un reparto con lo más nombrado de la interpretación española, se intuye que, por lo menos, ya no me podrán repetir aquello de que si tuvieran dinero y medios podrían hacer buen cine.
Cuando al fin los jerarcas del cinema tratan de superar las banales historietas postjuveniles que hemos padecido en las pantallas los últimos tiempos y se plantean realizar cine épico, recreando (¡aleluya!) una época que no sea la guerra civil, aflora un exabrupto hediendo a palomitas. Esta película de grandes almacenes nos ha sugerido la misma imagen que nos transmite un gordinflón encendiéndose un puro con un billete de 500.
Y es que, en el cine patrio, hasta las historias más realistas resultan inverosímiles.
La película es un tostón desde la primera secuencia. Tiene la culpa un argumento mediocre, sin sentido ni cohesión, que carece de continuidad dramática, repleto de saltos temporales y amenizado con un ritmo desesperante. Se entremezclan el desamor, el poder, el honor y el destino por medio de un antihéroe que lucha por no se sabe qué, a favor de una patria que le putea pero bien. Pretende ser un duro drama que retrata la vida de los valerosos soldados del siglo de Oro despreciados por gobernantes acomodaticios, y acaba siendo una ensoñación sobre prehistóricos geos a la que se le añaden un par de historias de amores imposibles que se podrían resumir con la consabida escena de cama y un bostezo. Tampoco ayuda que cada dos secuencias nos condenen a mirar un enconado combate de espadachines en el que muere alguno de los personajes muy violentamente, ahogado en un charco de primeros planos, con un poquito de sangre digital y otro poquito de suciedad de pegolete.
Los personajes, sin motivación aparente en la historia, deambulan en una atmósfera decadente que se cuida, con una obstinación casi permanente, en demostrar en cada plano que aquella es la superproducción-comecial-blockbuster-garden-center sin precedentes en la historia del cine español. "Hecha con ordenadores y la hostia" según uno de sus productores. Áragon, hijo de Arazorn, incluido.
Entre los diálogos desordenados de cinco bestsellers de los meses de verano (¡¡maldición, la próxima será La sombra del viento!!) se atropellan un sinfín de temas que crean un batiburrillo que desorienta al espectador, detiene la evolución de los personajes y, lo que es peor, deja inservible el desarrollo de las acciones que se van sucediendo. La única explicación razonable es encontrar unas declaraciones del mismo productor denunciando que Pérez Reverte había vendido al Corte Inglés los derechos de las partes más jugosas del guión.
Escarbando con guantes entre los actores, al oficio que se les supone a Javier Cámara (Olivares), Juan Echanove (Quevedo) y Eduard Fernández (hace de amigo del protagonista), hay que anteponerle la torpe actuación de los Noriega, Ugalde, Pérez de Ayala, Portillo (no sé si también aparecían Penélope Cruz y Elsa Pataky), y la siempre insufrible Ariadna Gil (¡¿no existen más actrices?!). Ah, como era la gran superproducción española, la elección de actores se nutrió de la abaleada corte de actores cool. Tipos más acostumbrados al plató de televisión que a la tabla del escenario. Muchos de los actores más célebres del cine español moderno carecen de expresividad, de dicción y de carisma. Cualidades demasiado importantes para que falten en un reparto. Juro que tardé más de diez minutos en reconocer que Noriega no hablaba en catalán y siempre temí que en algún lance de la yimcana, se le distinguiera el calzoncillo Calvin Klein a Ugalde por debajo de la capa. Una tos de Fernán Gómez sobraría como réplica en sus diálogos. Como dijo Al en el Savoy, "muchacho, en algunos casos valdría la pena el esfuerzo estatal de subvencionar pelis para que los actores de moda se apartasen del plano y así pudiéramos ver mejor sus propias escenas."
Por lo demás, a pesar de que los personajes recitan algunas frases célebres que les achacan los historiadores, deben evitar tomar este largometraje como fuente histórica. Son personajes de relleno que contextualizan la acción para darle lustre histórico, sin embargo, están hechos con nebulizador. Para empezar, el rey no era un mindundi como lo insinúan. Felipe IV (1621-1665) tenía una personalidad verdaderamente fuerte. No era, con mucho, el pintamonas que nos retratan en la historia. Este monarca sucedió a su padre a los dieciséis años y tuvo una educación cultivada. Era capaz de tomar decisiones en los asuntos de gobierno. Sería un error verle únicamente como un insensible y un mujeriego. Por ejemplo, en 1644, a la muerte de su primera mujer, Isabel de Borbón, dejó escrito este comentario que revela la intensidad de su carácter: "He perdido mujer, consejera y compañera, y pues no he muerto de dolor, debo ser de bronce".
Por estas razones, la cinta, hay que decirlo, es mala. Tirando a espesa. No tiene imaginación, ni intriga, ni emoción. Naufraga en un mar de torpezas. En fin, será sin duda un buen argumento para los que ya preconizan la palpable falta de imaginación que arrastra desde hace algún tiempo el cine español.

Invitado: Guillermo T. Coyote