viernes, 24 de noviembre de 2006

En este mundo

Nuestra falta de alta cultura no tiene límite. Después de llevar actualizando con precisión como Angelina Jolie lleva la depresión post parto, como está recuperando la figura, como come hamburguesas, como la caraterizan para su nueva peli, después de fotogrofiar a diario a su "marido" y a su familia, de documentar su set de rodaje, ahora nos enteramos que estamos colaborando con la promoción de la nueva película de Michael Winterbottom. Este es uno de esos cineastas de los que los europeos nos sentimos orgullosos porque nos asegura la patrimonialización del cine de autor frente al cacareado autor de blockbustar tan al gusto americano. Pero estos prejuicios son los mismos autores los que los rompen, y así resulta que Michael se ha puesto mano a mano a trabajar con la pareja sin duda más mediática, buscada y fotografiada de la actualidad. Si esto no es la mezcla perfecta para Beijing Chic qué puede ser.

La película está basada en el libro de Mariane Pearl y Sara Critchon sobre la vida y el asesinato del periodista del Wall Street Journal en Pakistán, "A Mighty Heart: The Brave Life and Death of My Husband Danny Pearl" y es la propia Angelina la que encarnará a su esposa, (casting polémico porque esta mujer es afroamericana), y es el mismo Brad Pitt el que se ha encargado de la producción.

La filmografía de este autor es tan solvente que podemos esperar una gran película. Nuestro hombre de cine se ha encargado de reseñar una película de Michael con su habitual pasión y subjetividad.




En este mundo

Jamal es un niño afgano que vive en el campo de refugiados de Shamshatoo, un asentamiento paquistaní cerca de la frontera con Afganistán creado en octubre de 2001 como consecuencia de los bombardeos indiscriminados estadounidenses contra los talibanes. Jamal es un huérfano que habita en una casa de arcilla y subsiste gracias a un humilde trabajo en una fábrica de ladrillos. Al principio no es más que un niño bebiendo agua bajo un sol plano y un cielo inmenso. A su alrededor no hay más que un puñado de casuchas, un océano de arena y lamentablemente, una infinita pobreza.

Pero la vida de Jamal va a cambiar de verdad, cuando a su primo Enayatullah le propone su padre la oportunidad de pelear por una vida mejor en Londres. A Jamal no le lleva más que una tarde convencer a su tío para que él también forme parte del viaje. Su primo a pesar de que es mayor que él, no es muy avispado, y además sólo conoce un idioma, el pastún. Él, a pesar de su corta edad, ya chapurrea el inglés y es listo como un conejo. Su tío observa cómo su hijo asiente las palabras del chico mientras ufano, se introduce un dedo en la boca. Y se convence. A partir de este momento, se inicia la prometedora travesía que dará sentido a su existencia, la empresa que más de un millón de refugiados llevan a cabo cada año, la búsqueda de un moderno El Dorado, la hazaña de los que quieren hacer valer su derecho a una vida digna.



Los dos primos ponen sus vidas en manos de los contrabandistas para recorrer los seis mil kilómetros que separan sus pies del Weather Center de Londres, por tierra, atravesando los países más fustigados por las guerras en el último lustro, sin papeles, y con un dinero limitado que, como el agua en el cesto, no hace más que desaparecer. Pakistán, Afganistán, Irán, Turquía. Un road movie de verdad, real, sin concesiones y sin juegos de artificio, un rayo que se clava como un puntero fijo en el cerebro. Lo magnífico es que cada espectador que visione esta película, contemplará con otra mirada a los emigrantes. Considerándolos de la cabeza a los pies, comprendiendo la injusticia de sus miserias.



El difícil camino se completa con el salto a la opulenta Europa. Les aguarda todavía conocer las bondades con las que recibimos a los refugiados, cómo mostramos nuestra solidaridad con sus desgracias, nuestra conocida piedad para agasajar a los que vienen huyendo del caos. Este paso al viejo continente, se vive con un horror parecido al que se siente cuando los nazis conducían a los judíos a la muerte y estos aguardaban los instantes previos a las duchas de gas. O esa enormidad de angustia que se percibe cuando asistes a una secuencia en la que alguien se ahoga encerrado en una caja fuerte que se pierde en el mar. Terrible. Una vez que se asiste a este viaje opresivo, por supuesto de polizón, sólo cabe recordarlo como la proeza de Trieste. De Italia a Francia, de allí a Inglaterra. Con los ojos de un búho se suceden ante uno las miserias que padecen por sus calles, las desgracias que sufren, los miedos que los envuelven, y se experimenta por un momento la suerte del desamparo, que es algo así como caminar cojo y burriciego por el filo del acantilado. Y todo para llegar al mundo de las oportunidades donde todo es posible se convierte en un eslogan mentiroso y desdichado, porque solucionar este problema debería ser prioritario para la sociedad.



Pues eso mismo se imaginó Michael Winterbottom sacando del anonimato a Jamal y Enayatullah, que son en realidad dos refugiados convertidos por el director en intérpretes de sí mismos, para impartir una lección de realidad al respetable. Filmada en formato documental, con una agradecida duración (menos de noventa minutos), y una excelente fotografía, la película es cinematográfica y políticamente arriesgada. El mensaje político del filme es una denuncia tanto de los daños colaterales de toda guerra, como del trato que reciben quienes llegan a Europa huyendo de la miseria. Es un magnífico instrumento para evidenciar la situación que padecen millones de personas que son víctimas de las políticas belicistas e imperialistas.



Apuntar sólo que se hizo con el oso de oro de la berlinale (con el constipado que me abraza, sueno un poco como Antonio Gasset) y se convirtió en punta de lanza de las protestas pacifistas del año. El prolífico Winterbottom tiene varios trabajos orientados en este sentido, como Welcome to Sarajevo (1997) o Road to Guantánamo (2006), aunque cultiva toda clase de géneros con unos resultados óptimos (ver Wonderland (1999) es casi una obligación).
“Mi película nació como reacción a esa Europa que se cierra al drama de millones de refugiados”. M.W.



Epílogo
El poeta surrealista francés Roberto Desnos escribió lo siguiente en Le Journal Littérarie antes de luchar contra los nazis en la resistencia: “Lo que nosotros pedimos al cine es el imposible, lo inesperado, el sueño, la sorpresa, el lirismo, que borren las bajezas de los ánimos y los precipiten colmados de entusiasmo sobre las barricadas, y las aventuras; lo que pedimos al cine es aquello que el amor y la vida nos niegan, es el misterio, es el milagro.”
Desnos también tuvo su particular peregrinaje a través de prisiones y campos de trabajos forzados, desde Francia hasta la antigua Checoslovaquia. Desfalleció por falta de fuerzas en medio de la explanada principal del campo de concentración de Terezin, el ocho de julio de 1945, cuando un pelotón de soldados rusos les liberaban de su horror de cuatro años. Tampoco él cató el milagro.
Guillermo T. Coyote

viernes, 10 de noviembre de 2006

La esencia perdida

Después de (que me forzaran a) ver la película Infiltrados de Martin Scorsese, basada en un filme de acción chino, Wu Jiao Dao, de Wai Keung Lau y Sin Fai Mak, que a la izquierda del hemisferio se tradujo como Infernal Affairs, salí del cine poco más o menos igual que cuando entré. Si acaso, un poco más viejo.
La película venía avalada (más que por la película hongkonesa) por su director. Martin Scorsese está considerado como uno de los grandes directores vivos. Además, ha realizado alguna película que se puede considerar en sí misma como una obra maestra de su disciplina. Si digo que Taxi Driver (1976) Toro salvaje (Raging Bull, 1980) o Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) son equiparables a las sesiones en el Savoy de Charlie Parker, al puente de Brooklin o a la Judith I de Gustav Klimt, no yerro el lanzamiento por muchas yardas. Por este motivo a Scorsese hay que tenerle, cuanto menos, un profundo respeto. Es un director al que le gusta mucho el cine, (de pequeño era asmático y su padre lo compensaba llevándolo a diario a ver películas), y eso se nota en sus trabajos. Tiene precisión en la conducción de la cámara. Maneja una extraordinaria soltura visual para contar las historias, escoge de forma impecable las bandas sonoras y aún por encima, aporta al lenguaje narrativo una evolución con algunos guiños de personalidad.



Ahora bien, el hecho de que un jugador de baloncesto anote diez triples en un partido no lo convierte en infalible por todas las canchas. Scorsese vuelve a las malas calles con una historia de mafia un poco fría y con mucho humo. Abandona a la familia siciliana a la que pertenece y se pasa al bando de los irlandeses, que también pegan duro, pero son otra cosa más verde. La declaración de intenciones del director italo-americano se percibe en un plano de la película en el que Scorsese reproduce en una televisión El delator, (The informer, 1935), de John Ford.

Puede que el fallo estribe en la elección de la historia, que a pesar de ser un tema muy interesante y que pudo funcionar bien en la concepción de cine asiático, más esquemática, con menos concesiones a mostrar los sentimientos, con actores probablemente mejores…, en esta cinta no se completa, más bien se percibe una historia blanda, adulterada, sintética.

Lo que subyace de la historia principal ya digo que está bien, porque encaja de puta madre en el momento político en el que estamos. La atmósfera de desconfianza y ambigüedad se ha extendido por todo el mundo con los últimos conflictos bélicos. Miras los informativos de la tele y no sabes muy bien quién coños son los buenos y quiénes son los malos (militares torturadores, concejales corruptos). El argumento de la peli trata de eso, de los infiltrados que trabajan en la difusa frontera que separa, en este caso, a la mafia irlandesa de la policía de Massachussets.

La adaptación que ha hecho William Monaghan, a pesar de que consigue revelar esa visión oscura de la realidad que sufrimos, (ratas por todas partes, ratas hasta paseándose por un soleado ático, o por la casa blanca), no lo logra así en otros ámbitos importantes de la trama, y esto provoca una falta de credibilidad permanente.
A la intriga, como si de un queso gruyere se tratase, se le encuentran agujeros por todas partes. Hay casualidades demasiado estiradas, como la de los dos topos protagonistas. Uno es el topo de la mafia en la policía y el otro es el topo de la policía en la mafia. Les dan vida Matt Damon y Leonardo di Caprio, dos actores tan prescindibles como intercambiables. Hay que afinar la vista para separar a los dos niñatos durante alguna de las secuencias en las que se arañan. El caso es que los dos personajes pertenecen al mismo barrio, se han criado en el mundo rocoso de la mafia, estudian en la misma academia de policía, donde juegan el mismo partido de rugby, después son destinados a la misma comisaría y en todo este proceso no reparan el uno en el otro, no se conocen. Por si fuera poco, con el tiempo comparten relación amorosa con la misma mujer, (una rubia lechosa) sin tampoco saberlo. Afortunadamente, la historia dura hasta antes de que los dos se decidiesen a comprar el mismo perro. En fin, que toda la trama está enfocada a mostrar la dicotomía a la que se enfrentan estos dos protagonistas, los peligros cotidianos a los que se ven expuestos y los conflictos psicológicos que se desatan de tanto estrés.



El capo de esta cuadrilla de maleantes es Jack Nicholson. Una apuesta arriesgada porque siempre te expones a que el bueno de Jack trascienda de su papel de gánster para convertirse en él mismo. En esta peli el personaje del Jefe se aparta de arquetipos anteriores para interpretar a un Mefistófeles moderno. Un extraño personaje con camisas hawaianas que va por la vida sacudiendo faldas, espantando clérigos y buscando almas en oferta. El intérprete, de naturaleza hiperbólico, se eleva por encima del personaje (varios cuerpos) y termina caricaturizándole, así que al final da la sensación de que el protagonista de Mejor imposible (As good as it gets, 1997) es el que está negociando la entrega de unos microchips con los chinos superchungos.



Del resto del reparto ni chicha, ni limoná. Un poco más de lo mismo, como un café con demasiada agua. Martin Sheen, Mark Wahlberg y Alec Baldwin son en realidad personajes sin identidad propia que dicen sus frases sin grandes alardes. A Wahlberg le faltan unos centímetros para que de verdad acojone. No le alcanza ni de puntillas. Hago mía la frase de un colega: ninguno de los personajes consigue hipnotizarme ni esto (y crea con los dedos un espacio muy chiquitito).





Ni voy a mencionar el melifluo momento romántico, debido a que es intrascendente, superficial y forzado. La psicóloga que trabaja para la policía y se beneficia a los dos agentes, parece más bien una ejecutiva que vende tipos de interés. Y si no fuera porque es mentira, diría que no está ni buena.
La trama mantiene su continuidad dejando escaso margen al aburrimiento, porque ya digo que está bien rodada, pero se le advierten (como el mencionado triángulo amoroso o la sobredosis de teléfonos móviles) ciertos baches de intranscendencias. Son territorios conocidos, al fin y al cabo. Con desmedida duración, al final se incrementa el ritmo de la narración y el suspense de la historia para llegar al oportuno desenlace. Digo oportuno porque ya miré el reloj.
Lo mejor: Gime Shelter de los Rolling Stones a toda pastilla en el principio de la película. Una recomendación si te gustan este tipo de tramas es El hombre que fue jueves, de G. K. Chesterton. Una curiosidad que mide la talla de los premios cinematográficos yanquis: mientras que Scorsese no tiene ningún Oscar el memo de Damon sí, como guionista.



Es mala la racha que atraviesa Martin. Después de sus últimas cuatro películas la cosa se pone fea. Pero yo, confío. Al final, nuestro Martin se avendrá a lo que conoce y regresará al barrio con los muchachos del Lower East Side, en Little Italy, donde le espera un mantel de cuadros rojos y un habano de contrabando. Aquí, él ya lo sabe, sigue siendo unos de los nuestros.

Guillermo T. Coyote.

jueves, 2 de noviembre de 2006

El niño atómico


Sus padres se quedaron pasmados cuando el pequeño Fernando condujo el Volvo de Gijón a Oviedo con tan sólo siete años. No se sorprendieron porque el niño fuera capaz de conducir a esa edad, ya lo había hecho otras veces, se asombraron porque lo hacía dormido.

Su profesor de gimnasia en el colegio, calvo, bracicorto, un tipo gordo con la camiseta mal metida en el pantalón del chándal, aseguraba en un entrevista televisiva que descubrió una mañana concreta que Fernando llegaría muy lejos. Durante un ejercicio le colocó de portero y al primer disparo a puerta un compañero le propinó un balonazo en el centro de la cara. El profesor, alarmado, se le acercó rápido y sacó un pañuelo para taponar sus fosas nasales. Al momento, retiró la mano, se apartó un par de metros y se persignó: ¡aquel niño sangraba hielo!

Con estos superpoderes vivió Fernando en la carcasa del coche como las ostras en la concha. Sin otra escuela que un taller mecánico, el niño aprendió a descifrar con éxito los coeficientes de las adherencias, los grados de viscosidad del aceite o la resistencia relativa del aire con la misma naturalidad con la que confundía su vejiga con el depósito de gasolina. No se conformó con disputar cada una de las carreras en las que tomó parte, se propuso vencerlas, y durante años atravesó mil veces su cabeza por las coronas de laurel, devoró toda clase de premios sobre manteles de cuadros y chapoteó gozoso con la espuma de champaña. Su única misión era extraer de cada victoria, gota a gota, la leyenda dorada de los Fangio, Senna o Fittipaldi y que le fuera calando por el mono de trabajo azul.

El pasado fin de semana, después de revalidar el campeonato del mundo, Alonso se hizo acreedor de una parcela en el salón de la fama de los campeones. Tras el olor a goma quemada que deja el final de temporada, todos a su alrededor parecieron abandonarse a la emoción de los vítores, los clamores y la algarabía. Todos, salvo él mismo. Todavía protegido por el casco, tocó la visera con los nudillos para reconocer la dureza de su caparazón. Después, bajó su cabeza de hormiga, quizá para compadecer a Schumacher, y se marchó rodando sus cuatro pies de neumático en dirección al boxes. Allí, entre la luz que irradian los chispazos de soldaduras, los ingenieros, mecánicos y peritos de su equipo tuvieron que consultar el manual de instrucciones después de dos años: les era imposible separar el carburador francés del riñón asturiano.

C. Akab

Ilustración: Ilove1977