viernes, 20 de abril de 2007

El patrón de navío


Llovía sobre el terreno de juego sin distinción. El verde del campo, podado antes con cortaúñas, era ahora un cenagal. Los jugadores de los dos conjuntos más que correr, nadaban; para llegar al área contraria era obligatorio el uso de una lancha motora.

En el San Mamés que se veía a través de los pequeños ojos de Javier Clemente siempre se luchaba con una herradura en una mano y un ancla en la otra. Javi, que fue el entrenador que capitaneó la última gabarra rojiblanca surcada por el río Nervión a mediados de los años ochenta, cuando los campos apestaban a abono, ya se lo advirtió a los muchachos en el vestuario: “Sed valientes en los primeros compases del partido. Concentraos en el juego y amarraos los machos. Hoy jugamos en alta mar.” El mister ya se sabía la historia, la había repetido infinidad de veces en su cuaderno de bitácora. Ayer, en el banquillo de los leones, abandonaba su chándal talla pequeña y mutaba una vez más hacia la figura de patrón de navío. El mandatario de turno, constructor, empresario o fabricante de perritos calientes, nuevo jefe de la factoría de Lezama, le había encomendado la renovación del equipo a mediados de la temporada. Clemente ahuyentó a las estrellas que quedaban en el vestuario de Bilbao con su repelente de serie, y reclutó obreros. Dio cancha a tipos más acostumbrados a los martillos que a las portadas del Just Jared. Preparó un equipo para la lucha y dejó la creatividad en las manos de un solo hombre: Fran Yeste, un vasco cuya pierna izquierda es una hiedra salvaje, que hace lo que le apetece.


El Athletic de Bilbao llegaba a la fase final del campeonato con la inercia luchadora que otorgaba el haber remontado el juego desde el último turno de dados: con un buen número de puntos, pero también con un juego aburrido, trabajado y rácano. Clemente había vuelto a sacar petróleo de un glacial. Contaba con un equipo de soldados, sin jerarquías, medido, compensado en todas sus líneas, con dos hombres por puesto motivados hasta el infinito, con un machete entre los dientes y su alma en oferta dispuesta a ser vendida por un saque de esquina más. Los muchachos de Javi, antes de abandonarse en un partido y bajar los brazos, preferirían amputárselos a mordiscos. Para ganar a los de Getxo era necesario el concurso de un médico forense que certificara su derrota. O eso es lo que se propuso Javier Clemente en su tercer regreso como oficiante en La Catedral: llamar la atención de la distraída musa, fruncir el ceño con la severidad de un capataz de obra y balancear el timón buscando buen puerto entre la bruma. Además, ante las cámaras vistió su traje de noche, ese que luce detrás de los micrófonos y habla por los codos…


Capitán Akab


lunes, 16 de abril de 2007

La tentación vive al lado



Hablando de rubias, a Scarlett Johansson (Nueva York, 1984) me la imagino descendiendo por los escalones de entrada de algún edificio enladrillado del Soho, después de hacer unos recados, con una sonrisa distraída en la cara, ajustándose la bolsa de lona en bandolera. Me la imagino natural, echando a andar hacia el norte, buscando el Greenwich Village con unas gafas de sol redondas, amplios pantalones militares y unas zapatillas blancas de deporte.


Era un jueves cualquiera en la isla de Manhattan y en el cielo añil brillaba un sol estupendo. Scarlett ha madrugado porque le gusta levantarse pronto cuando está en Nueva York. Desde primera hora decidió dar esquinazo a la responsabilidad y tomarse el día para ella sola. Se duchó con agua muy caliente mientras iba tras la voz de Billie Holiday en The sound of jazz. Desayunó con apetito dos cruasanes en Harry´s ante una taza de café humeante. Buscó alguna exposición en la primera edición del New York Times que le apeteciera ver. Después de pagar seis pavos por la bollería, sus pasos se distrajeron con la mañana y fue paseando sin un rumbo definido. A ratos se detenía si algo le llamaba la atención y hacía un descanso. Por ejemplo, estuvo sentada a la sombra de un tilo viendo durante diez minutos como un grupo de niños y niñas salían de la escuela pública a hacer una excursión. Ella se quedó en el segundo plano de la secuencia, retenida por una extraña sensación interior, abrazándose las rodillas y pretendiendo apreciar la mañana con esa interrupción. Observó como brotaban un montón de cabecitas colegiales por la puerta con gorras y mochilas, por parejas, agarrados de la mano, vigilados por una atenta profesora que los conducía con orden hacia un autobús escolar.
A mediodía de paseo eligió pasar un rato en la cafetería del 158 de Bedford Street. Tomó asiento en una de las mesas del fondo y pidió un capuchino. Mientras el camarero negro maniobraba entre vapor, tazas y cucharillas, Scarlett ojeó a su alrededor las estanterías donde estaban apiladas cientos de revistas en todas posiciones y un rimero de libros sin orden aparente. Recorrió con la vista los lomos de algunos de ellos y sus ojos azules se detuvieron en un ejemplar cuarteado de El Guardián, de Salinger. Lo recogió y lo retuvo entre sus manos, y poniendo el dedo pulgar en el grueso de las hojas las fue pasando en abanico. El aire que impulsaban las hojas amarillentas arrastraba un olor dulce y húmedo que la cautivó. Pudo apreciar que novela tenía algunas páginas arrancadas, y otras escritas con distintos lapiceros, en diferentes caligrafías. Inusitadamente paró y leyó para sí misma el primer renglón en donde posó su vista: “Era una chica rara. No puedo decir que fuera exactamente guapa, pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia. Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco entreabiertos, especialmente cuando se concentraba en el golf, o cuando leía algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy buenos.”


A Scarlett la imagino así, sin más lascivia que el escote de su sonrisa. Una sonrisa en la que se embalsa el remanente de cierta nostalgia. La culpa seguramente es suya, por aparecer en mi vida andando por Tokio con un paraguas transparente, en silencio, envolviéndose en una especie de optimismo cálido y atrayente. Habría que prestar menos atención a su melena platino, a la piel tostada por el Pacífico o a los ojos claros. Darse sólo cuenta de la niña con coleta rubia que pasa desapercibida entre los ríos de transeúntes que ondulan las calles que conducen a Central Park…

Guillermo T. Coyote

lunes, 9 de abril de 2007

El arte de la épica

Un chubasquero es lo que se necesita para ir a ver la película 300 (Zack Snyder, EEUU, 2007), sobre todo si la intención es sentarse en una de las filas más próximas a la pantalla para ver los descuartizamientos y las ejecuciones bien de cerca para no perderse ningún detalle. La sangre, ya lo aviso, sale muy mal si se adhiere a algunos tejidos.
La película, adaptada del cómic homónimo del dibujante (de moda) Frank Miller, ha recaudado más plata en un fin de semana que el resto de las diez películas más taquilleras del año 2007 juntas, y supera con mucho (en todos los sentidos, económicos y artísticos) a los tres neopéplums anteriores Gladiator (Ridley Scott, EEUU, 2000); Troya (Wolfang Petersen, EEUU, 2004); y Alexander (Oliver Stone, EEUU, 2004).

La historia, que esquiva la fidelidad histórica (no sea que aprendamos algo), se basa en la mítica batalla junto al golfo de Malis que llevaron a cabo los griegos y los persas en las llamadas Guerras Médicas, en el 480 antes de nuestra era. El rey de Esparta, Leónidas I, un tipo que rellenó su curriculo vitae con una mancha de sangre, lideró una coalición de ciudades-estados griegas para enfrentarse al ejército persa que venía desde Irán con ganas de asaltar Europa a las bravas. La batalla esto es cierto, estaba descompensada: 70.000 helenos vs 420.000 persas. Se dice (Heródoto, lo dice) que Leónidas decidió que la mejor opción para hacer frente a su adversario era replegarse hacia el interior de la hélade. Para que fuera viable el plan, alguien tenía que contener a Jerjes, y como al pedir voluntarios todos los soldados del ejército empezaron a silbar y a trazar círculos en el suelo con las sandalias, el propio Leónidas reclutó a trescientos hoplitas espartanos (y a varios millares de voluntarios griegos) e hicieron frente al invasor en el paso de las Termópilas, un estrecho desfiladero de unos 12 metros del altura que (por lo visto) era la llave de Grecia. Los lacedemonios (o espartanos) constituían una de las fuerzas más pequeñas, pero debido a su reputación y a estar mazas a más no poder (recuérdese que al que era un poco escuchimizado lo despeñaban por un terraplén), llevaron la voz cantante en la lucha.
Hasta aquí la historia que 300 simplifica hasta el máximo contando una versión un poco chusta en la que implica al jorobado de notre dame, que se equivoca de peli y se mete en ésta para traicionar a los buenos, porque quiere ser un soldado espartano pero como es tan feo no le dejan ni que haga de cadáver.

En el lado negativo mencionar también el guión, con las frases pésimas de siempre, tipo: “he hecho lo que he hecho porque tenía que hacerlo”, “galdeano, tócamela con la mano” y rollos similares. Ya se sabe, palabras de digestión rápida, para pensar lo menos posible. Es una pena que no utilicen una de las frases griegas que precisamente pronunciaron ante aquella invasión y que seguro hubieran podido incluir en alguna parte del guión: “Los hombres podrán cansarse de comer, de beber, o incluso de hacer el amor; pero nunca de hacer la guerra”. De una actualidad pasmosa a pesar de sus 2.500 años. También es tremendamente nociva la parte que se desarrolla en Esparta durante la batalla: vana, fútil e intrascendente.

A su favor (sorprendentemente) algunas cosas. Está de puta madre el detalle de la lucha cuerpo a cuerpo, el salpicón sanguinolento bajo el color sepia, los destellos brillantes del acero destrozando cuerpos y la coreografía de la formación de ataque bajo los escudos. La acción está logradísima. Así como la producción ornamental, que hace de la pantalla un cómic satinado a lo bestia en donde se van sucediendo las viñetas y pasando las hojas (imaginarias) con el iris del ojo. Una producción muy estética donde los espartanos brincan, dan piruetas en el aire y acuchillan a cámara lenta en una argamasa formada por la destreza técnica de Matrix (Hermanos Wachowski, EEUU, 1999) y Sin City (Robert Rodríguez, etc. EEUU, 2005).
Lo más positivo es que se revitalice el género del peplum, que suele abundar en la tele patria por estas fechas. Un buen momento para revisar Espartaco (Stanley Kubrick, EEUU, 1960) que sigue siendo, de largo, la mejor película de romanos de la historia…

Guillermo T. Coyote