sábado, 18 de octubre de 2008

El nihilismo lírico del Joker

De la recuperación de Batman en El caballero oscuro de Christopher Nolan destacaría, por encima de todo, a su antagonista, el maníaco desalmado e implacable conocido como Joker. Y no porque Heath Ledger, el actor que le prestó los abdominales, los ojos vidriosos y la lengua viperina fuera hallado en su apartamento de Manhattan inflado de barbitúricos y se convirtiera en cuenco de lágrimas de jovencitas, sino por la profundidad filosófica y el penetrante atractivo del último personaje que vistió.

Las tablas del novísimo Batman se cimentan en un espacio romántico, a partir del cual, la labor del héroe no se limita a crear un mundo justo ni a exaltar la belleza del bien por sí solo, sino que trata de definir una actitud: el comportamiento como ética. De ahí que la nueva Gotham City se construya como una ciudad costera, abierta, transparente y luminosa en contraste con las fuerzas que la pueblan: el héroe ensombrecido, su lóbrego contendiente y toda la morralla atribulada que los acompaña caracterizada en maderos, delincuentes y anodinos picapleitos.
En este escenario propio del siglo XXI, Dios no existe. Lo han suplantado dos hombres cuyo último destino es colocarse a la misma altura que él. Por un lado, el ambicioso industrial Bruce Wayne, convertido en rebelde romántico tras la tragedia infantil, apunta en la dirección de la justicia y el orden. Por otro lado, el enigmático Jack Napier, convertido igualmente en rebelde romántico por un misterioso pasado, apunta en la dirección opuesta, al crimen y al caos.


Joker concluye la inexistencia de Dios por su indiferencia ante la maldad y la crueldad del mundo. Si Dios mata y niega al hombre, nada puede prohibir que él mate o niegue a sus semejantes. Para Joker la naturaleza es la libertad extrema, sin el freno de la ética, la religión o la ley. Su objeto es la búsqueda del placer personal como principio más elevado. Si el hombre murciélago reivindica el bien que hay en el hombre, es necesario convertir este bien en irrisión y elegir el mal. Debe de consagrar su existencia al proselitismo del crimen.

El héroe fatal, disfrazado de payaso, equivoca el bien y el mal por su metafísica y sus cicatrices. Se ve forzado a corromperse por la nostalgia de un bien imposible. Es una corrupción con clase, estilosa, se diría incluso con cierta poesía. Todo el mundo sabe que para ser admitido como poeta no hay que dislocarse la muñeca, ni condenar el balompié, ni vestir bufanda roja. John Milton afirmaba que para convertirse en poeta bastaba con ser maldito: “Adiós esperanza, pero con la esperanza, adiós temor, adiós remordimiento… mal, sé mi bien”. En este sentido, es evidente la creación de la identidad de Joker por medios estéticos, “morir y vivir delante de un espejo”, decía Baudelaire.

Un personaje maldito requiere un público, una necesidad de atención desbordada. Los demás son el espejo, por eso no duda en reproducirse hasta la saciedad, en exhibirse, incluso en televisarse. El maldito está siempre obligado a asombrar, perpetuamente en ruptura ante el mundo que lo contempla atónito.

Para Joker, si no hay virtud en el mundo tampoco hay ley. Es decir, todo está permitido. He aquí su nihilismo, la negación de todo principio, autoridad o dogma. El propio personaje declara que las leyes contra los ladrones son vanas: protegen a los ladrones originales, los ricos, los poderosos, contra los pobres que no tienen más remedio que robar. Argumenta que el estado no tiene derecho a prohibir el asesinato, ya que provoca asesinatos en forma de traiciones, ejecuciones y guerras… el nihilismo parece concluir así con un trasfondo utópico… pero no, Nolan, en un plúmbeo ejercicio de acción y efectos especiales con motos voladoras y ayudantes del fiscal martirizadas, lo resuelve en terrorismo, en la negación total por la bomba y el revolver, no sea que al final alguno prefiramos al payaso…

Guillermo T. Coyote


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