viernes, 4 de mayo de 2007

Die Soprano



Era una casa de campo apartada a la que se accedía después de recorrer un sinuoso camino de tierra de dos millas de distancia. Al final del mismo, tras superar una suave elevación del terreno, se abría un claro de eucaliptos donde estaba construida. Tenía una amplia parcela de hierba descuidada en donde se adivinaban unos columpios oxidados engullidos ya por la maleza, un pozo abierto, y al fondo, como en un cuadro de salón, aparecía un pequeño embarcadero colmado de juncos, con un sencillo bote de pescador que se mecía con el agua cadenciosa del estanque. La casa era grande, de madera blanca, con tejado a cuatro aguas y un porche entarimado que cubría el acceso principal. Una desvencijada mecedora desafinaba con cada racha de aire y una ventana mal cerrada golpeaba insistentemente contra el marco que la sujetaba.

Toni D llegó en su Ford Dogde azul de alquiler. Una vez detuvo el motor, salió del automóvil, miró a su alrededor, y no vio más que las ramas de los árboles retorcerse con el viento. Observó luego por azar como un barbo destelló su lomo de plata en el centro del lago con un dinámico costalazo. Aquella visión le agradó, encendió un pitillo, se pasó el dorso de la mano por la boca y fue a descargar la compra del maletero.

En un par de minutos hubo terminado. Sostuvo las bolsas de papel con el brazo derecho y se acercó parsimonioso a la puerta principal arrastrando las suelas de las botas.
La enorme figura de Antonio Imperioli surgió entonces de la nada. Atravesó el porche de la casa con tres zancadas de plantígrado que hicieron gemir la madera. Se abalanzó sobre él y de un zarpazo seco lo envió al suelo. Las latas de conservas se desperdigaron a su alrededor. Toni D en el piso intentó revolverse, buscó el revólver en la tobillera, pero los diez dedos de Imperioli apretaban con fuerza retráctil la escopeta que lo encañonaba.

Toni D aún tuvo tiempo de parpadear antes de que sus sesos se seccionaran en rojo confeti y se fueran a incrustar como dardos en los peldaños de la escalera.

Imperioli entonces comprobó con la puntera de su zapatón que la vida de Toni D era ya historia. Echó el arma a un lado, se sacó los guantes de goma de sus garras y escupió un salivazo de satisfacción. El barbo volvió a saltar, allá en el lago, pero su resplandeciente chispazo ya no pudo ser visto por los ojos de Toni D, a pesar de que la mueca de su cara estaba orientada en esa dirección.

Guillermo T. Coyote

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