viernes, 23 de noviembre de 2007

Genio y Figura


Vi por primera vez a Fernando Fernán-Gómez (Lima, 1921, Madrid, 2007) cuando era alevín, acompañado de mi abuelo durante una sesión contínua en el desaparecido cine Consulado de la calle Atocha. En la oscuridad de la sala apareció en pantalla un tipo desgarbado en mangas de camisa blanca, con una cara peculiar en donde destacaba el pelo panocha en remolino y una narizota con la que hubiera podido competir con posibilidades en un campeonato de zanahorias. Durante aquella película, El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), quedé prendado por la voz grave y por el brillo derramado de sus profundos ojos azules. Me lo creí entero. Esa sensación auténtica y compleja nunca abandonó al actor en sus posteriores trabajos, aunque el guión o la película fueran un castigo.

Hijo de la actriz Carola Fernán-Gómez, escuchó sus primeros aplausos en el útero materno, deslizándose de él poco tiempo después en plena gira teatral por latinoamérica. Fue criado huérfano de padre, por su madre y su abuela (“Ellas se esforzaban en que me pareciera natural el hecho de no tener padre y yo me esforzaba en que ellas no se dieran cuenta de que yo me daba cuenta de que aquello no era normal”), en un momento en donde nuestro país adquiría un color grisáceo, apagado, y la vida había de soportarse con un ánimo de mármol entre las manos para pasar, sucesivamente, las etapas más lóbregas de la España reciente: guerra civil, posguerra y dictadura. A pesar de ello, el joven Fernando comenzó a improvisar chascarrillos y chanzas en compañías teatrales de aficionados (su primera oportunidad se la da Enrique Jardiel Poncela al ofrecerle el papel de Peter el pelirrojo en Los ladrones somos gente honrada, 1940), haciéndose actor, un oficio que no se avenía a su carácter y que, sin embargo, le iba a reportar una vida de bohemia. Esta iniciativa no le privó de adentrarse en otros ámbitos culturales. Abandonó la carrera de filosofía y letras por su cada vez mayor actividad como cómico profesional (llegando a participar en más de 150 películas como actor en 50 años de profesión), iniciando a la vez trabajos de escritor, realizador, dramaturgo o articulista con resultados destacados, componiendo una personalidad humanista, barbada de inquietudes culturales casi renacentistas.



En cine (toda la vida es cine), hay que señalar su mejor compromiso. Una oleada de ejemplos irrumpe en su filmografía: Domingo de carnaval (Edgar Neville, 1945); El anacoreta (Juan Esterlich, 1976); Belle epoque (Fernando Trueba, 1992); El abuelo (José Luís Garci, 1998); La lengua de las mariposas (José Luís Cuerda, 1999); o las dirigidas por él mismo: La vida por delante, 1958; La vida alrededor, 1959; El extraño viaje, 1964; la increíble El viaje a ninguna parte, 1986 (con una secuencia que es para enmarcar en las filmotecas); La silla de Fernando (David Trueba, José Luís Alegre, 2006) último estreno que fui a ver al cine y tan recomendable como una noche de placer, o el largometraje con guión suyo Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984).

Afortunadamente Fernando es ya un mito, y los mitos pasan a la inmortalidad de la memoria (de los discos duros, de los deuvedés, de los libros). Sin embargo, hay que esforzarse por imaginar a Fernando preservando la actitud ante el mundo que le quedó en la infancia, lejos de las dolencias que le restaron resplandor en la mirada o rotundidad a la voz. Es preferible imaginarlo en su vida de noche madrileña, junto a Manolo Aleixandre, bajos dos sombreros de ala ancha, alternando entre cabarets, putas y amigos, prendido a una botella de licor.


Guillermo T. Coyote

lunes, 27 de agosto de 2007

La pantera




La pantera Thierry Henry (Essonne, 1977) merodea entre la campiña rectilínea con la presencia refinada de un depredador prêt-à-porter. Su estampa tostada es en sí misma toda una declaración profesional: tiene el cuerpo estriado que distingue a felinos y velocistas, gente nacida para vivir entre la alta competición, en cuyo muestrario cuenta más la inteligencia que el fuelle. En su delirante mundo animal el éxito no pasa tanto por la velocidad como por la sorpresa. Su secreto no consiste en aplicar un ritmo asfixiante, sino en cambiarlo violentamente: hunde la zarpa de apoyo en el verdín, relampaguea los nervios en una descarga, se transforma en materia explosiva y gana el metro decisivo en un solo golpe de riñón. Luego, a la hora de celebrar la presa, de su garganta no prorrumpe un alarido, es más bien un estilizado rugido con acento francés.

Los preparadores físicos y médicos que han tratado a la pantera Titi proponen debates durante las pruebas médicas que miden su rendimiento: nunca saben si Thierry es un magnífico ejemplar de la evolución o un superviviente del planeta del jaguar; si es un mutante felino de la Marvel o la simple expresión del entusiasmo.
Aunque su porte atlético parece la consecuencia lógica del procedimiento de la naturaleza, su carrera se incubó en el barrio obrero, entre una maraña de muchachos valientes que se atrevieron a soñar en voz alta. Y ya se sabe lo que dicen, si alguien sueña en voz alta siempre puede haber un mago que lo escuche. Henry encadenó su muñeca a la del brujo Arsenio Wegner y le siguió a Mónaco y, tras una breve escala en Turín, a Londres. En la ciudad del Támesis, el té y los modales, la pantera, lejos de domesticarse, se hizo asesina. En ocho años corroyó la historia de los gunners convirtiéndose en el máximo goleador de la historia del club, superando el récord del mítico Ian Wright e hizo del equipo una escuadra invencible. Y es que con el 14 a la espalda, Henry ha levantado todos los trofeos posibles: con la selección del gallo y todos también en el Arsenal, salvo la malograda Copa de Europa desaprovechada en París.

Una vez agotada la caza mayor en las islas se le reclamó, a golpe de talonario, en el flamante F.C. Barcelona All-Star. Y aquí está ahora, con su moreno estupendo, su exotismo y su rictus de baloncestista nba, afilándose los colmillos en la cepa del poste.


Capitán Akab.

domingo, 10 de junio de 2007

… y el fútbol regresó a Chamartín


Parece que las musas se han vestido el uniforme blanco y, de pronto, chispean granos de café en el campo. Cuando todos los agoreros sospechaban que, tras la vacilante preparación, el equipo iba a caer en el sopor crepuscular que suele abatir a los equipos campeones, tres puntos han llovido desde el cielo de la capital en una armoniosa borrasca de abundancia balompédica. Quizá se trate de una tormenta veraniega, de un fenómeno estival: jugados noventa minutos en la pradera de Chamartín, queda todavía un mundo para que se dirima la guerra; parte se disputará en el alambre de la suerte, parte se fraguará en el abismo del destino.

En sólo un año, el Real ha experimentado las contradictorias inspiraciones que distinguen al mejor. Ha disfrutado durante un instante de la gloria del vencedor, y luego, confundido por los gritos, ha observado que todo nuevo campeón se inicia en una nueva época por el mero hecho de serlo. Desde aquella noche de junio en que se sorteaba la Liga, los muchachos se han sentido admirados, envidiados, comparados, criticados y vilipendiados, es decir, perseguidos. Han comprobado que en sus vidas de futbolistas toda la adhesión es condicional: se renueva con el tercer acierto y se retira con el primer fallo. Nunca habían llegado a sospechar que una camiseta nívea, impoluta, apenas lastrada con un dorsal y una marca, pudiera pesar un quintal.
Con permiso de los demás actores nuevos, Bernardo Schuster es la nueva válvula que regula el entramado. Casi nadie se detiene a recordar que en su día fue el sucesor natural del Kaiser Beckenbauer. Deba gusto verle jugar, aplomado en mitad de la cancha. Con su talla de guardarropa, su boca ancha y su melena nibelunga lo mismo acertaba una falta por la escuadra, como distribuía el juego en todas las direcciones, como transmitía a los espectadores la inequívoca sensación de que fútbol era él. Ahora, soldado al fuselaje del banquillo merengue, necesita a alguien que le trace el terreno de juego de centros, alguien que le imprima a la pelota cierta relación de jerarquía, alguien a quien dejar su traje de seda prusiana y su bastón de mando. El nuevo ideario madridista ha revitalizado a jugadores como Raúl, Guti y Robinho. Schuster decidió que si sólo contaba con dos puñales, se los iba a dar a los delanteros. El capitán se lo colocaría entre los dientes, y Robson lo guardaría debajo de la media. Sin embargo, la vara de Arellano era para Gutiérrez. El rubio de Torrejón desenfundó el sábado el telémetro y se apostó en la garita de la media luna para mandar. Antes de que pitara el de negro, entre los tres habían ganado el partido.

Capitán Akab

jueves, 31 de mayo de 2007

Frank versus Fabio


Frank amanecerá el sábado con su pijama de rayas verticales y se bajará enseguida al garaje-estudio a ver si es capaz de ajustar la quinta marcha de la caja de cambios blaugrana. Antes, cuando era un apuesto medio centro con el ocho a la espalda, Frank no se confiaba sólo a las artes de la velocidad y la habilidad, tenía las condiciones del todoterreno. Pintado su chasis en rojo y negro, se entendió con Ruud Gullit en cortos pases precisos que se ajustaban al empeine, y con Marco Van Basten en largos pases curvos que se envenenaban sobre la media luna del área. Convirtió la presión sobre la línea medular en la más efectiva de las estrategias, levantó dos copas de Europa mandando una cohorte en aquel ejército del general Sacchi y algunos espectadores hubimos de llorar sus centros casi tanto como los admiramos en la Alemania del 88.

Fabio en cambio madrugará en su estoica trinchera del frente del Ebro, y revisará en la sala de banderas la topografía de la sierra aragonesa para escudriñar algún desfiladero donde apostar a sus francotiradores. En pantalón corto y corriendo por un terreno de juego, Fabio tuvo el talento reiterativo del tornero fresador. Para él, la pelota nunca mereció la consideración estética de una pompa de jabón, ni representó la abstracción poética del globo terráqueo. Con su filosofía italiana, el fútbol sólo se entendía entre el paréntesis del esfuerzo físico y el otro paréntesis del disparo a puerta. El regate, la finta y la tramoya eran cosas de amanerados, teorías de artistas, hipótesis de trabajo de vagos.

Como entrenador, Frank ha heredado de las escuelas holandesas el fútbol ofensivo, y de sí mismo una determinación biliar por la victoria. Su carácter se dibuja con una mezcla de tirabuzones, chaquetas osadas y cajetillas de cigarros que desembocan en un estilo educado en la sala de prensa y ofensivo en el campo. En la cancha, Frank no defiende, organiza a su equipo como un compenetrado comando de ingenieros que, entre ceja y ceja, planean una campaña de invasión de la que sólo regresarán con un botín de goles.

Fabio, al contrario, se ha refugiado en la grave silueta de un Comisario. Encarna el espíritu de la cúpula del estado policial. Viste clásico: traje azul marino, pantalón de pinzas gris marengo y camisa blanca impoluta. El escudo de su equipo bordado, como la estrella del sheriff, cerca del pecho. Por su carácter de tipo duro e inflexible prefiere las guerras de desgaste a las de conquista. Domina el oficio de la especulación, doctorado en títulos, aprieta las mandíbulas cuando pierde y… también cuando vence.

En cualquier caso, termine como acabe y por encima de nuestros cálculos, la gloria se repartirá injustamente. El ganador se erigirá en el nuevo Napoleón y, huyendo de la rendición de Breda, el perdedor alcanzará las cotas más altas… del sumidero.


Capitán Akab


Nota: esta crónica estaba redactada para ser leída ayer, por problemas ajenos al autor no ha sido posible su publicación hasta hoy. Pedimos disculpas por el retraso tanto a nuestro coloborador como a sus fieles lectores. La Dirección.

jueves, 10 de mayo de 2007

Un étrange aventure de Lemmy Caution




La máquina Alpha 60 gobierna Alphaville, una misteriosa ciudad a millones de kilómetros de Nueva York, en una galaxia lejana de la hostia. Allí llega Lemmy Caution, detective. Es un tipo duro de verdad: cincelado sobre un témpano, con gabardina y sombrero, salido de una novela de Raymond Chandler al que la cámara sólo se atreve a seguir en blanco y negro, en silencio. Y llega a Alphaville en plena noche húmeda, y da un nombre falso en la recepción del hotel y dice, como todos los que ocultan algo, que es periodista.



A pesar de que estamos en el universo lejano, aparentemente no es un lugar tan ajeno, de hecho lo reconocemos todo desde nuestros ojos terrícolas: los edificios, las luces de la noche reflejadas en los charcos del asfalto, las mujeres bellas…, y sin embargo hay algo en el ambiente que nos incomoda, que nos obliga a permanecer alerta. Quizá porque dentro de la película se respira ese aire denso, apretado, que tamiza la vigilancia del poder. No tardamos mucho en advertir la oquedad de la población. No hay empatía. Si pedimos fuego para encender un pitillo sólo conseguimos una breve mirada y un enorme signo de interrogación. Los habitantes caminan como autómatas, sostenidos por los trajes negros y grises, las mujeres tienen números tatuados en la piel que las borran el atractivo y las deshumanizan, incluso el aire suena a metal. Los pasillos de los edificios son largos, sinuosos, enmoquetados. No hay agentes de tráfico, ni prensa, todo está sometido a la ley de la probabilidad.

No cabe duda, hemos dado con nuestros huesos en un territorio comprometido donde no parece que vayan a tocar los Rolling Stones. Estamos en un estado totalitario. Después de hacer unas cuantas preguntas es evidente que la tecnología ha sustituido al ser humano.

Alphaville narra el futuro, cuando los hombres con gafas se han hecho tan listos que son capaces de crear unas máquinas infalibles que trabajan para controlarnos y juzgarnos a todos. Esta historia ya nos la han contado en varios formatos, desde la literatura al cine pasando por la filosofía y el arte. Pero Jean-Luc Godard (París, 1930) nos la cuenta con un estilo impecable. Vuelve a decir aquello de que el hombre es un peligro para el hombre, pero con clase, en un extraño relato que mezcla el cómic y la ciencia ficción. No le hace falta mostrar bombas nucleares ni desplegar un decorado artificial con bombillas de colores. Es un tipo elegante, con el blanco y negro le sobra para crear la estética por arrobas. Y en cuanto a las armas, lo maravilloso es que La capital del dolor, poemario de Paul Eluard, es la munición más subversiva.

Pronto vamos a conocer al motor de la historia: Natacha Von Braun (Anna Karina), que (a parte de ser una preciosidad) nos guiará por este nuevo mundo. Es la que nos va a poner en antecedentes, la que nos va a enseñar Alphaville en toda su magnitud.



En la guía de turismo no lo pone, pero en Alphaville está prohibido llorar. La ternura es otra emoción que desconocen las máquinas y por tanto está penada. Ya digo que es un sistema perfecto, ordenado al milímetro, infranqueable para todos… salvo para nuestro nuevo amigo: el artero, Lemmy Caution.

Guillermo T. Coyote

viernes, 4 de mayo de 2007

Die Soprano



Era una casa de campo apartada a la que se accedía después de recorrer un sinuoso camino de tierra de dos millas de distancia. Al final del mismo, tras superar una suave elevación del terreno, se abría un claro de eucaliptos donde estaba construida. Tenía una amplia parcela de hierba descuidada en donde se adivinaban unos columpios oxidados engullidos ya por la maleza, un pozo abierto, y al fondo, como en un cuadro de salón, aparecía un pequeño embarcadero colmado de juncos, con un sencillo bote de pescador que se mecía con el agua cadenciosa del estanque. La casa era grande, de madera blanca, con tejado a cuatro aguas y un porche entarimado que cubría el acceso principal. Una desvencijada mecedora desafinaba con cada racha de aire y una ventana mal cerrada golpeaba insistentemente contra el marco que la sujetaba.

Toni D llegó en su Ford Dogde azul de alquiler. Una vez detuvo el motor, salió del automóvil, miró a su alrededor, y no vio más que las ramas de los árboles retorcerse con el viento. Observó luego por azar como un barbo destelló su lomo de plata en el centro del lago con un dinámico costalazo. Aquella visión le agradó, encendió un pitillo, se pasó el dorso de la mano por la boca y fue a descargar la compra del maletero.

En un par de minutos hubo terminado. Sostuvo las bolsas de papel con el brazo derecho y se acercó parsimonioso a la puerta principal arrastrando las suelas de las botas.
La enorme figura de Antonio Imperioli surgió entonces de la nada. Atravesó el porche de la casa con tres zancadas de plantígrado que hicieron gemir la madera. Se abalanzó sobre él y de un zarpazo seco lo envió al suelo. Las latas de conservas se desperdigaron a su alrededor. Toni D en el piso intentó revolverse, buscó el revólver en la tobillera, pero los diez dedos de Imperioli apretaban con fuerza retráctil la escopeta que lo encañonaba.

Toni D aún tuvo tiempo de parpadear antes de que sus sesos se seccionaran en rojo confeti y se fueran a incrustar como dardos en los peldaños de la escalera.

Imperioli entonces comprobó con la puntera de su zapatón que la vida de Toni D era ya historia. Echó el arma a un lado, se sacó los guantes de goma de sus garras y escupió un salivazo de satisfacción. El barbo volvió a saltar, allá en el lago, pero su resplandeciente chispazo ya no pudo ser visto por los ojos de Toni D, a pesar de que la mueca de su cara estaba orientada en esa dirección.

Guillermo T. Coyote

viernes, 20 de abril de 2007

El patrón de navío


Llovía sobre el terreno de juego sin distinción. El verde del campo, podado antes con cortaúñas, era ahora un cenagal. Los jugadores de los dos conjuntos más que correr, nadaban; para llegar al área contraria era obligatorio el uso de una lancha motora.

En el San Mamés que se veía a través de los pequeños ojos de Javier Clemente siempre se luchaba con una herradura en una mano y un ancla en la otra. Javi, que fue el entrenador que capitaneó la última gabarra rojiblanca surcada por el río Nervión a mediados de los años ochenta, cuando los campos apestaban a abono, ya se lo advirtió a los muchachos en el vestuario: “Sed valientes en los primeros compases del partido. Concentraos en el juego y amarraos los machos. Hoy jugamos en alta mar.” El mister ya se sabía la historia, la había repetido infinidad de veces en su cuaderno de bitácora. Ayer, en el banquillo de los leones, abandonaba su chándal talla pequeña y mutaba una vez más hacia la figura de patrón de navío. El mandatario de turno, constructor, empresario o fabricante de perritos calientes, nuevo jefe de la factoría de Lezama, le había encomendado la renovación del equipo a mediados de la temporada. Clemente ahuyentó a las estrellas que quedaban en el vestuario de Bilbao con su repelente de serie, y reclutó obreros. Dio cancha a tipos más acostumbrados a los martillos que a las portadas del Just Jared. Preparó un equipo para la lucha y dejó la creatividad en las manos de un solo hombre: Fran Yeste, un vasco cuya pierna izquierda es una hiedra salvaje, que hace lo que le apetece.


El Athletic de Bilbao llegaba a la fase final del campeonato con la inercia luchadora que otorgaba el haber remontado el juego desde el último turno de dados: con un buen número de puntos, pero también con un juego aburrido, trabajado y rácano. Clemente había vuelto a sacar petróleo de un glacial. Contaba con un equipo de soldados, sin jerarquías, medido, compensado en todas sus líneas, con dos hombres por puesto motivados hasta el infinito, con un machete entre los dientes y su alma en oferta dispuesta a ser vendida por un saque de esquina más. Los muchachos de Javi, antes de abandonarse en un partido y bajar los brazos, preferirían amputárselos a mordiscos. Para ganar a los de Getxo era necesario el concurso de un médico forense que certificara su derrota. O eso es lo que se propuso Javier Clemente en su tercer regreso como oficiante en La Catedral: llamar la atención de la distraída musa, fruncir el ceño con la severidad de un capataz de obra y balancear el timón buscando buen puerto entre la bruma. Además, ante las cámaras vistió su traje de noche, ese que luce detrás de los micrófonos y habla por los codos…


Capitán Akab


lunes, 16 de abril de 2007

La tentación vive al lado



Hablando de rubias, a Scarlett Johansson (Nueva York, 1984) me la imagino descendiendo por los escalones de entrada de algún edificio enladrillado del Soho, después de hacer unos recados, con una sonrisa distraída en la cara, ajustándose la bolsa de lona en bandolera. Me la imagino natural, echando a andar hacia el norte, buscando el Greenwich Village con unas gafas de sol redondas, amplios pantalones militares y unas zapatillas blancas de deporte.


Era un jueves cualquiera en la isla de Manhattan y en el cielo añil brillaba un sol estupendo. Scarlett ha madrugado porque le gusta levantarse pronto cuando está en Nueva York. Desde primera hora decidió dar esquinazo a la responsabilidad y tomarse el día para ella sola. Se duchó con agua muy caliente mientras iba tras la voz de Billie Holiday en The sound of jazz. Desayunó con apetito dos cruasanes en Harry´s ante una taza de café humeante. Buscó alguna exposición en la primera edición del New York Times que le apeteciera ver. Después de pagar seis pavos por la bollería, sus pasos se distrajeron con la mañana y fue paseando sin un rumbo definido. A ratos se detenía si algo le llamaba la atención y hacía un descanso. Por ejemplo, estuvo sentada a la sombra de un tilo viendo durante diez minutos como un grupo de niños y niñas salían de la escuela pública a hacer una excursión. Ella se quedó en el segundo plano de la secuencia, retenida por una extraña sensación interior, abrazándose las rodillas y pretendiendo apreciar la mañana con esa interrupción. Observó como brotaban un montón de cabecitas colegiales por la puerta con gorras y mochilas, por parejas, agarrados de la mano, vigilados por una atenta profesora que los conducía con orden hacia un autobús escolar.
A mediodía de paseo eligió pasar un rato en la cafetería del 158 de Bedford Street. Tomó asiento en una de las mesas del fondo y pidió un capuchino. Mientras el camarero negro maniobraba entre vapor, tazas y cucharillas, Scarlett ojeó a su alrededor las estanterías donde estaban apiladas cientos de revistas en todas posiciones y un rimero de libros sin orden aparente. Recorrió con la vista los lomos de algunos de ellos y sus ojos azules se detuvieron en un ejemplar cuarteado de El Guardián, de Salinger. Lo recogió y lo retuvo entre sus manos, y poniendo el dedo pulgar en el grueso de las hojas las fue pasando en abanico. El aire que impulsaban las hojas amarillentas arrastraba un olor dulce y húmedo que la cautivó. Pudo apreciar que novela tenía algunas páginas arrancadas, y otras escritas con distintos lapiceros, en diferentes caligrafías. Inusitadamente paró y leyó para sí misma el primer renglón en donde posó su vista: “Era una chica rara. No puedo decir que fuera exactamente guapa, pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia. Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco entreabiertos, especialmente cuando se concentraba en el golf, o cuando leía algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy buenos.”


A Scarlett la imagino así, sin más lascivia que el escote de su sonrisa. Una sonrisa en la que se embalsa el remanente de cierta nostalgia. La culpa seguramente es suya, por aparecer en mi vida andando por Tokio con un paraguas transparente, en silencio, envolviéndose en una especie de optimismo cálido y atrayente. Habría que prestar menos atención a su melena platino, a la piel tostada por el Pacífico o a los ojos claros. Darse sólo cuenta de la niña con coleta rubia que pasa desapercibida entre los ríos de transeúntes que ondulan las calles que conducen a Central Park…

Guillermo T. Coyote

lunes, 9 de abril de 2007

El arte de la épica

Un chubasquero es lo que se necesita para ir a ver la película 300 (Zack Snyder, EEUU, 2007), sobre todo si la intención es sentarse en una de las filas más próximas a la pantalla para ver los descuartizamientos y las ejecuciones bien de cerca para no perderse ningún detalle. La sangre, ya lo aviso, sale muy mal si se adhiere a algunos tejidos.
La película, adaptada del cómic homónimo del dibujante (de moda) Frank Miller, ha recaudado más plata en un fin de semana que el resto de las diez películas más taquilleras del año 2007 juntas, y supera con mucho (en todos los sentidos, económicos y artísticos) a los tres neopéplums anteriores Gladiator (Ridley Scott, EEUU, 2000); Troya (Wolfang Petersen, EEUU, 2004); y Alexander (Oliver Stone, EEUU, 2004).

La historia, que esquiva la fidelidad histórica (no sea que aprendamos algo), se basa en la mítica batalla junto al golfo de Malis que llevaron a cabo los griegos y los persas en las llamadas Guerras Médicas, en el 480 antes de nuestra era. El rey de Esparta, Leónidas I, un tipo que rellenó su curriculo vitae con una mancha de sangre, lideró una coalición de ciudades-estados griegas para enfrentarse al ejército persa que venía desde Irán con ganas de asaltar Europa a las bravas. La batalla esto es cierto, estaba descompensada: 70.000 helenos vs 420.000 persas. Se dice (Heródoto, lo dice) que Leónidas decidió que la mejor opción para hacer frente a su adversario era replegarse hacia el interior de la hélade. Para que fuera viable el plan, alguien tenía que contener a Jerjes, y como al pedir voluntarios todos los soldados del ejército empezaron a silbar y a trazar círculos en el suelo con las sandalias, el propio Leónidas reclutó a trescientos hoplitas espartanos (y a varios millares de voluntarios griegos) e hicieron frente al invasor en el paso de las Termópilas, un estrecho desfiladero de unos 12 metros del altura que (por lo visto) era la llave de Grecia. Los lacedemonios (o espartanos) constituían una de las fuerzas más pequeñas, pero debido a su reputación y a estar mazas a más no poder (recuérdese que al que era un poco escuchimizado lo despeñaban por un terraplén), llevaron la voz cantante en la lucha.
Hasta aquí la historia que 300 simplifica hasta el máximo contando una versión un poco chusta en la que implica al jorobado de notre dame, que se equivoca de peli y se mete en ésta para traicionar a los buenos, porque quiere ser un soldado espartano pero como es tan feo no le dejan ni que haga de cadáver.

En el lado negativo mencionar también el guión, con las frases pésimas de siempre, tipo: “he hecho lo que he hecho porque tenía que hacerlo”, “galdeano, tócamela con la mano” y rollos similares. Ya se sabe, palabras de digestión rápida, para pensar lo menos posible. Es una pena que no utilicen una de las frases griegas que precisamente pronunciaron ante aquella invasión y que seguro hubieran podido incluir en alguna parte del guión: “Los hombres podrán cansarse de comer, de beber, o incluso de hacer el amor; pero nunca de hacer la guerra”. De una actualidad pasmosa a pesar de sus 2.500 años. También es tremendamente nociva la parte que se desarrolla en Esparta durante la batalla: vana, fútil e intrascendente.

A su favor (sorprendentemente) algunas cosas. Está de puta madre el detalle de la lucha cuerpo a cuerpo, el salpicón sanguinolento bajo el color sepia, los destellos brillantes del acero destrozando cuerpos y la coreografía de la formación de ataque bajo los escudos. La acción está logradísima. Así como la producción ornamental, que hace de la pantalla un cómic satinado a lo bestia en donde se van sucediendo las viñetas y pasando las hojas (imaginarias) con el iris del ojo. Una producción muy estética donde los espartanos brincan, dan piruetas en el aire y acuchillan a cámara lenta en una argamasa formada por la destreza técnica de Matrix (Hermanos Wachowski, EEUU, 1999) y Sin City (Robert Rodríguez, etc. EEUU, 2005).
Lo más positivo es que se revitalice el género del peplum, que suele abundar en la tele patria por estas fechas. Un buen momento para revisar Espartaco (Stanley Kubrick, EEUU, 1960) que sigue siendo, de largo, la mejor película de romanos de la historia…

Guillermo T. Coyote

miércoles, 28 de marzo de 2007

Fin de trayecto


Si Stella Adler o Lee Strasberg se hubieran pasado por los teatros españoles en la década de los sesenta a tomar una limonada y ver alguna función de José Luís Alonso, no tendrían dudas sobre cuál sería el actor a reclutar para su selecta academia de Nueva York. Entre todos los cómicos patrios, el señalado hubiera sido, sin duda, Alfredo Landa (Pamplona, 1933). Y se lo hubieran llevado a la gran manzana a pesar de que su apellido encerró durante media década el subgénero más comercial del celuloide, capaz de espantar al más maleable de los cinéfilos: el landismo. O lo que es lo mismo, la comedia hispánica de tintes sexuales explícitos. La palabra -habitualmente pronunciada como quien lanza una sandía a una roca- pretende representar el arquetipo del español medio, más pillo que inteligente, siempre desbordado por un terrible apetito sexual y por unas situaciones estrambóticas de las que sólo pueden dar cuenta algunos malos guionistas y dos o tres productores con gafas de sol oscuras. Landa conoció así un imparable éxito con No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970) que lo condujo por una espiral de playas, paletos y lencería más o menos fina, hasta ser objeto de una constante y tópica explotación durante los primeros años setenta. Estos largometrajes lo convirtieron en un paradigma de lo que se conoce como (citar esta parte con la cara de salido y la entonación de López Vázquez) “que vienen las ale-ma-nas”.


Pero Alfredo Landa es mucho más que Pepe el que se fue a Alemania. El actor Landa se elevó por encima de sus ciento sesenta y seis centímetros con el primer papel relevante fuera de las salas de palomitas, El Puente (Juan Antonio Bardem, 1976), que lo devolvió a la difícil trocha del cine serio. Punto que ratificó con una de sus mejores películas -y del cine español en su conjunto- El crack (José Luís Garci, 1981) donde encarna sobriamente al detective privado Germán Areta -su segundo apellido- “un hombre bañado en soledad, con un bigote tan ancho y tan poblado como la Gran Vía”. Un peliculón tremendo heredero del mejor cine negro americano, pero hecho en Madrid. En una ciudad gris y áspera, insólitamente fotografiada, a la que Landa le incrementa esa atmósfera moral y estética del género. Lo que Edward G. Robinson es a Cayo Largo (John Huston, 1948). El actor de coña se transforma así en un tipo tan duro que hasta el propio Rick de Casablanca le hubiera cedido el paso al entrar en la puerta giratoria del saloon.


Y luego le acompañaron muchos papeles (más de cien sólo en cine), algunos de ellos inolvidables, con los mejores directores españoles. Atraco a las tres (José María Forqué, 1962); La vaquilla (Luís García Berlanga, 1984); Don Quijote (Manuel Gutiérrez Aragón, 1991); La marrana (José Luís Cuerda, 1992); la imprescindible El bosque animado (José Luís Cuerda, 1987) donde Alfredo toma cuerpo en el bandido Fendetestas, uno de los personajes más entrañables que he visto en una sala de cine, o Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), cuyo papel como Paco el campesino le vale el premio al mejor actor en Cannes, y una de sus interpretaciones más redondas.


Con Landa se nos va nuestro mejor De Niro, uno de los pocos intérpretes con carácter que merece un lugar privilegiado en la platea de la historia del cine español. Dijo que se marchaba la semana pasada, durante el festival de cine de Málaga, después de cuatro minutos de aplausos. Avisó que aunque Steven Spielberg o Martin Scorsese le pidieran volver, a él se la iba a sudar. Prefería una partida de mus a la alfombra roja de los estrenos. No pensaba cambiar el camerino por el paseo con su nieto.

Aprovecho estas líneas para dirigir el mismo mensaje a los editores de New Yorker y Vanity fair: como decía el poeta, de las dos majas de Goya, me quedo con la misma que Alfredo. Que no se molesten. Que prefiero mi (por lo visto) poco aristocrático suburbio de Beijing, al ambarino sol de California.

¡Au revoir!, don Alfredo.



Guillermo T. Coyote

domingo, 25 de marzo de 2007

El heredero



Decía el portero argentino Roberto Perfumo antes de un partido contra la selección brasileña de Pelé: “Al contrario que los demás, este tipo es capaz de hacerte la fácil, la difícil y la imposible”. Lo mismo debieron de pensar los jugadores de verde el otro día cuando Lionel Messi (Rosario, 1987) les había aplicado dos caños, cinco amagues, siete quiebros cerrados y un tratamiento de electrochoque en tres tiempos: toco, amago y me voy. Les retrató con la apresura del asesino y con la simplicidad de un muchacho.

Y es que nadie podía llevarse a engaño cuando Lionel Messi llegó iniciado el siglo XXI a la Masía encaramado en sus trece añitos, para perseguir una esfera hueca rellena de aire. Al poco de llegar a la academia de Barcelona ofrecía ya todas las pruebas imaginables sobre la utilidad de una pulga calzada con botas de fútbol. Algunos sospecharon que habían encontrado el insecto atómico, un raro espécimen de fuga capaz de transmitir a la pelota comportamientos sólo explicables en determinadas velocidades, superficies y dimensiones.

Los investigadores del balompié se apresuraron a teorizar sobre las causas de tal mutación. En ella parecía manifestarse el principio de adaptación al medio, un efecto secundario de la especulación del suelo. Las enormes haciendas de la Pampa habían sido violentamente sustituidas por los terrenos vecinales de San Cugat, y para sobrevivir, el joven tahúr debía de colonizar como nadie los espacios individuales y dominar las distancias cortas: debía de regatear en una baldosa. Así, los técnicos deportivos del Barça anotaron en sus informes que a aquel chico bajito y pálido le declararían una especie protegida.

Gente como Ossie Ardiles, Bochini, el Diego Maradona, burrito Ortega, Aimar y otros excepcionales ratones de armario se habían erigido en la prueba irrefutable de que el tamaño, en un campo de fútbol, no importa nada. Por eso saludaron sin reservas la llegada de Lionel. Este atleta diminuto, chaparro y vertiginoso no sólo reivindica la habilidad como forma de expresión; la acredita como cualidad principal en el trabajo dentro de la cancha.

Dijo Jorge Valdano en una entrevista anterior al partido de copa (“tiene interiorizada su condición de crack”) que si a él le hubiera ocurrido lo que a Messi, con esa edad, no sabría si ducharse antes o después de los partidos.
Hoy sabemos que Messi se duchó después. Enseñó una sonrisa tímida en el túnel de vestuarios, se retiró el flequillo de la cara y dijo modestamente, como si no fuera con él: “y qué sé yo… Por ahí, me fui al ataque, vi un hueco y marqué gol”.
Todo muy sencillo. Pelusa, ahí tenés tu heredero.



Capitán Akab


La colegiala





A ratos, cuando el atletismo se nos representa como una labor áspera donde los músculos cuentan tanto como las centésimas, la pista roja es el territorio señalado para que los mulos compitan con las abejas. Nadie ha descubierto mejor sistema para dominar las piernas que el de introducirlas miles de kilómetros, y en esa necesidad de correr y correr, la velocidad siempre es el resultado que se extrae de una discrepancia entre el tiempo y la constancia. Este ecosistema, que se da entre el viento helado, o bajo del aire suspendido de un pabellón, está habitado por gentes condenadas a entenderse de dos únicas maneras posibles: con astucia o con bíceps.
En este entorno era previsible que los técnicos actuales pusieran algunas objeciones estéticas a la carrera de Mayte Martínez, la colegiala del Zorrilla. Con esa suave carrocería, esos ojos dulces y la carpeta de colores apoyada sobre su pecho, la niña estaba condenada a maniobras tan complejas como tomar apuntes en una clase de ciencias naturales, como los demás estamos condenados a no esperar más sueños que los que nos regala el cinemascope, o el sueño profundo de las noches.

Pero resulta que en el campo abierto, o en el mágico recinto oval del estadio de atletismo, la niña apacible y sonrosada de Castilla se transforma en una gacela. Mientras previsualiza la carrera mentalmente junto a la línea de salida, con el flequillo pegado a la sien derecha, se le dilata el cuerpo de goma, se le crispa el corazón de hierro y, a la postre, se le atiborran los pulmones de una corriente con aroma de laurel. Intercambia, en fin, su indumentaria deportiva por las plumas del avestruz que, caprichosas, van a parar a lugares estratégicos que mejoran el generoso rendimiento del corredor del medio fondo. A saber: unas le van a parar a los brazos, por si tiene que espantar alguna alimaña; otras se le clavan en las articulaciones, engrasándolas con la parafina del viento y, finalmente las últimas, por razones poéticas, van a parar al cielo de sus pies.



Después, la carrera se desarrolla en ochocientos suspiros eternos que no llegan, en el mejor de los casos, a los dos minutos de duración. Aproximadamente el mismo tiempo que los espectadores y aficionados tardamos en olvidar ese mundo de bríos, longitudes y proporciones que es el atletismo. Sobretodo si no se observa, desde el podio, el refulgente destello dorado del éxito.

Para cuando sucede, Mayte se viste de nuevo el anónimo chándal del sacrificio y al lado de Juan Carlos Granado, su hombre de confianza, torna a su fortín en la meseta amarilla y verde, a perseguir caballos, a contar estrellas, a peinar el aire gélido con el elegante forcejeo de su galope…


Capitán Akab

viernes, 16 de marzo de 2007

El Niño


Siguiendo un rastro de huesos rotos por la insondable llanura de los circuitos, un niño cabalga huidizo sobre una montura de hierros encendidos con pezuñas de goma. Los expertos, técnicos, rivales o cronistas que están en el paddock, al observar el cronómetro, se reparten las dudas y no se ponen de acuerdo: para unos tiene la reservada mirada del Llanero Solitario, para otros, es la esperada reencarnación de Billy el Niño.

A la tarde se atrinchera en el box, rodeado de su milicia de peritos, ingenieros y mecánicos, con un sonajero bajo el mono y una pegatina sobre el casco. Allí, enroscado en una maraña de manillares, estriberas y fibras, repasa con sus consejeros el cuaderno de referencia para el combate del fin de semana. Ha estado tanto tiempo domando motos, estudiando la mecánica y calculando sus variables, que aún no es capaz de distinguir cuál es la diferencia entre su cerebro y el pedal del freno.

Fundido al chasis de su Honda, bajo palio en la imprevisible mañana del domingo, ante la expectación de cachondas azafatas, patrocinadores y aficionados, se produce la mágica metamorfosis en su cuerpo: una vez más, en sus venas, permuta la sangre por el hielo.
La historia no empezó hace mucho tiempo. Su mentor le señaló con el dedo en plena orgía de talentos. Donde otros miraban a un crío frágil, tenue, casi cristalino, que aún no había cambiado los dientes, Alberto Puig vio en dos trazos, un bosquejo del futuro campeón del Mundo. Mientras los agoreros se frotaban las manos y se daban codazos entre risas ladinas tras un año de pruebas sin grandes resultados, los patronos tamborileaban sus dedos sobre el escritorio mostrando su impaciencia. Puig se mostró tozudo en su argumento: “Me quedo con Dani. El chico va tan rápido que adelantaría en la curva a su propio silbido”.

A partir de ese momento Puig metió a Pedrosa en una probeta. Diseñó al noi de Castellar del Vallés a su antojo, empleando la vieja ecuación que se aplica a los purasangres: la mitad del éxito amparada en sus propios genes, la otra mitad, obra de una buena escuela.

Pedrosa avanza imparable hacia el impar atardecer rojo de Monumental Valley en su yegua de plata. Sabe que aún teniendo una milimetrada cabeza, es necesaria una inspiración kamikaze. Al fondo le aguarda Il Dottore, sacando brillo a su potro, con la sonrisa segura del que ya lo ha ganado todo.

No nos impacientemos, llamen al pianista, saquen a las chicas y sirvan otro whisky en el Saloon. Restan ya pocas horas para el esperado duelo del O.K. Corral.
A efectos publicitarios, Dani es azul. Para nosotros, es de oro.

Capitán Akab.

domingo, 4 de febrero de 2007

Gutiérrez



Al inicio de la tarde el viento frío se levanta por la castellana entremetiéndose por entre la camiseta y el pantalón de la hinchada. Otro domingo que en lugar de disfrutar de un partido de fútbol, hay que ir al tajo.
Cerca de concha espina se puede observar como el terreno de juego está cercado por cuatro vallas amarillas, un buen número de luces de obras parpadeantes y once palancas retroexcavadoras. El césped llano por el que antes se escuchaba el susurro de un fado portugués es ahora tan transitable como un arrozal. El medio campo que antes servía como escenario, se parece más a un patatal chipriota, a un campo recién levantado, con hormigoneras y obreros con casco por encima. En el Real, desde que en junio comenzó la obra con los patronos, en lugar de deportistas se reclutan peones. Tipos más acostumbrados al olor del aceite que al papel couché. Si antes el verde cosmopolita madridista estaba decorado con estilo británico, cerámica argelina y se hablaba en portugués, ahora es un amasijo de hierros, una babel, un montón de escombros repartidos entre las filas de cemento. Como si el trote cochinero de michel salgado se hubiera levantado por encima del exotismo explosivo de ronaldo. Al mando de la faena, un tipo mustio cincelado en turín, reparte órdenes y escupitajos a partes iguales. Es capaz de mandar cuando empieza el partido al ingeniero de caminos, un inglés licenciado en Manchester, a por un bocadillo de calamares. De la misma forma que envía a su mejor soldado a hacer la mili a pamplona, enjaula en una banda al jilguero Robinho o se saca de un plumazo al estibador Julio, y lo intercambia por una réplica de la figurita sevillana de lo alto de un televisor. Queda poco para que una cuadrilla pase el tiempo perdido en la esquina de padre damián, jugándose los cuartos a los dados, porque el capataz les ha sorprendido intentando hacer un regate.
Sin embargo, el torneo es un atractivo tablero repleto de trampas en donde se gusta el intercambio de recetas de fortuna. Allá donde cae el primer oficial, surge Guti ataviado con la escuadra y el compás, dispuesto a intercambiar mérito por geometría. Ya en el centro del campo con la batalla llena de balas, Guti se despojará de la capa y sacará sus prismáticos: calculará la trayectoria del viento, ordenará milimétricamente las líneas del equipo. Con el tiempo, cuando el barro se agarre al calzón blanco, instigará al contrario a la búsqueda de la bola en su mesa de trilero. Para cuando el medio contrario levante el vaso escogido, Raúl ya cabalgará la banda con el billete entre los dedos.

Capitán Akab

lunes, 22 de enero de 2007

¿Que hay de nuevo viejo? o de como Saviola se hace un hueco a puñetazos

Enseñan en las escuelas de periodismo que es bueno dar tribuna libre a los que mantienen una posición diametralmente opuesta a la línea ideológica de tu medio para demostrar a tus lectores con la confrontación lo acertado de tus tesis. A mi siempre me ha parecido problemático porque corres el riesgo de que dsecubran que a veces tiene razón el otro. Así si en ABC ha escrito con libertad Santiago Carrillo no debería ver problema en que un madridista por aficción y por convicción como el señor Akab dedique un par de frases poéticas y admiradoras a uno de mis jugadores preferidos, por bueno, por guapo y por discreto (por ese orden). Pero sé que Akab me manda un regalo envenenado y que en el fondo envidia a nuestra perla y la quiere ver lejos defendiendo otros colores para poder amarle como se merece.

Me quedo con la conclusión de Pekerman ayer en El País, cuando Akab ya había firmado su texto (jijiji), yo también confío en la coherencia del equipo técnico:

"Sucede muchas veces que resulta difícil valorar lo de casa, y se busca en otros escaparates relucientes lo que se tiene en abundancia en el salón. Estoy convencido que un secretario técnico tan inteligente como Beguiristain, y un entrenador tan capaz como Rijkaard no dejarán escapar a ese pequeño gigante."

lunes, 15 de enero de 2007

Lo que duele a todos



“Así, Yahveh los dispersó de allí sobre la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se llamó Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie.”
Génesis 11: 1-9



Babel es el título del tercer acto de la sinfonía compuesta por el guionista Guillermo Arriaga y el director Alejandro González Iñárritu sobre nosotros, los humanos pobladores del mundo. Después de rodar Amores Perros (2000), ópera prima que le dio crédito en Sunset Bulevard para cambiar a Goya Toledo por Naomi Watts, y 21 gramos (21 Grammes, 2003), el dúo Iñárritu-Arriaga finiquitan la trilogía con esta nueva entrega de la misma fórmula que aplicaron a las otras dos: heterogéneas narraciones dentro de una misma película, que comparten o que se desencadenan a partir de un mismo incidente.


La trama de la película (que me impusieron ver) entronca con el viejo concepto de la torre de Babel en su visión más contemporánea. Abunda en las implicaciones y problemáticas que podemos reconocer en los telediarios o en las oscuras calles de nuestras ciudades. Esto es, los prejuicios raciales, las tipificaciones equívocas, los malentendidos, las oportunidades quebradas y todas esas fronteras que los bípedos con sentimientos erigimos a nuestros alrededor y que no sirven más que para separarnos y no ver el tendedero del de enfrente. Babel es la reflexión de cómo las diferencias culturales, formativas, físicas e idiomáticas son un castillo de naipes que se desvanece ante la racha de aire que genera cualquier dificultad, porque atención, son más importantes las semejanzas entre los hombres, que sus diferencias. Es muy posible que lo que le haga feliz a un marroquí sea distinto que lo que le hace feliz a una japonesa, y diferente a una mexicana, y desde luego no es lo mismo que lo que le hace estar dichoso a un yanqui. Sin embargo, el denominador común de todos ellos es que padecen de la misma forma el malestar, la angustia y los problemas. En la mueca de los retortijones de tripa somos todos más parecidos. En la peli empiezan hablando de las diferencias que separan a los seres humanos, pero en realidad de lo que se habla es de lo que nos une: la insolidaridad, la incomunicación, la angustia, el dolor. En estas coordenadas ya nos parecemos más (por eso París Hilton o Zaplana parecen extraterrestres).


Para que nos lo creamos mejor, el negro (que es el alias de Iñárritu) nos contextualiza la historia en un ambicioso rodaje ambientado en tres continentes y con un reparto multilingüe para contrastar más las diferencias. Pero Babel no es un viaje externo por el mundo de la pepsicola, en realidad es un viaje interno que nos conduce al tuétano de los huesos del humano. Un choque en el que confluyen varios puntos de vista diferentes que acaban de transformar la perspectiva del espectador, puesto que parte de unas premisas que se insinúan y después se amplían, no sólo con el paso del metraje, también con el transcurso de las horas. Es una película que indaga en lo personal de manera fundamental, aunque tangencialmente también en lo político.
La película está rodada con una técnica impecable que se encaja como un Lego gracias a un montaje sensacional. No en vano se encarga de ello Stephen Mirrione (Traffic, 2000, la saga Ocean’s… al completo, Buenas noche, buena suerte, Good night and good luck, 2005) que cose con aguja de plata las cuatro historias que proponen los mexicanos con una coherencia admirable. Sin embargo, me da que la receta Iñárritu con su reiterada utilización, se está comenzando a agotar. Otra vez lo mismo ya nos lo conocemos, y eso resta la frescura que apuntó en sus comienzos (seguro que el maldito Hollywood, siempre empeñado en vender camisetas, tiene algo que ver).




En cuanto al reparto, está formado por tres actores glamorosos y un puñado de intérpretes no profesionales. Aunque sea por lo novedoso, me quedo con los debutantes. El morito protagonista, Adriana Barraza y Rinko Kikuchi están muy por encima de los actores famosos que enseñan sus morritos y ponen sus posturitas. Mitad por sus papeles, bastante más interesantes y atrayentes, mitad porque nos aburrimos de ver siempre a las mismas caras. (A Cate Blanchet, eso sí, le invitaría a una copa sólo para gozar de su mirada transparente y de su aspecto delicado).


Lo mejor: como silban las balas de los niños por las gargantas grises de pastura magrebí. La tarde del jueves por las calles de Tokio a base de éxtasis y whisky de malta. Los trajes de colegialas japonesas. Que la entrada al paraíso de Tijuana sea de verdad tan sencilla. Las bocas desdentadas de los niños rubitos de San Diego, cuando demuestran a su nana que se han cepillado los dientes. El lengüetazo lascivo al dentista. El hachís del Magreb. Girar una gallina como un peón para luego decapitarla con un golpe de muñeca.



Lo peor: Brad Pis, o… ¿era David Beckham? Viéndolos nunca sé quién ha protagonizado el Club de la lucha, quién ha hecho el anuncio de Caguen Klein, quién centra pases con rosca templados al área chica, quién ha dado su apellido a los nietos de John Voight. El excesivo metraje del filme (horario semanal de 30 horas y pelis de noventa minutos, por favor). Algunas partes un poco forzadas del guión. Que la reina de los elfos pida una coca light en el desierto.



El dato: Alejandro González Iñárritu (espero que gane algún premio en yanquilandia para ver como pronuncian su apellido) comenzó su carrera dirigiendo un cortometraje para Televisa cuyo protagonista era… Miguel Bosé. (Seré tu amante bandido, bandido…), y participó junto con Win Wenders y Ken Loach en el proyecto dedicado a explicar la realidad de los atentados del World Trade Center de Nueva York, 11’09’’01. El protagonista fue Sergi Barjuán, el de la talla de un triángulo que fuera lateral izquierdo del Atlético de Madrid, el Barça y el combinado nacional…
(esto último es broma. Soy un chistoso).

Guillermo T. Coyote