







Escucha, me casé contigo por tu belleza, aunque eso no fue la razón definitiva. En cierto modo, también me casé contigo por tu dinero. Por su procedencia, por el modo en que a lo largo de las generaciones se ha ido acumulado en los mismos bolsillos de tu apellido de seda. No es algo que precise, es cierto, pero siempre reconforta un poco de tranquilidad. La residencia en el campo. El criadero de caballos de pura raza. El servicio siempre dispuesto. Reuniones íntimas de caza. Disparar a la vez el proyectil desde la silla de montar... Es una estupidez, pero es agradable. El zorro oculto en la propiedad de la familia. Pasear entre las estatuas en el jardín renacentista, trotar a los pies de la villa, galopar por el bosque, sentir al animal piafar entre los limoneros tras el estruendo humeante del rifle…



En medio del tiroteo, E. escuchó unas pisadas que se acercaban, unas pisadas vacilantes, de hombre. Tal vez herido. Sintió que se apoyaba en la puerta. Vio girar el pomo: a la izquierda, luego a la derecha, luego otra vez a la izquierda. Notó la presión del cuerpo intentando forzar la entrada. La madera exhaló un leve crujido. Pensó de modo fragmentario en lo que iba a ocurrir. No tenía elementos con que alimentar su miedo. Por eso no tenía exactamente miedo. No sentía un miedo preciso. Flotaba sobre un gran vacío. Sabía que el futuro inmediato iría mucho más lejos que su imaginación...
Abrió maquinalmente el bolso y extrajo un perfilador de ojos. Llevaba el pelo corto, castaño, con el flequillo asimétrico. Se examinó en el espejo del lavabo y se gustó. Se encontró peligrosamente bella. Rizó, lenta y pausadamente, la pestaña izquierda hasta alcanzar una mayor profundidad en su mirada. Recibió el ligero roce de las cerdas con unos estremecimientos gratos. Se miraba intensamente a los ojos, como si quisiera hipnotizarse.
No existía el tiempo y ya había cesado el tiroteo.